Comparten su preocupación por el cambio climático y la biodiversidad

ene 2020

Son biólogas. Trabajan a miles de kilómetros de distancia. Pero ambas comparten la misma pasión: las plantas y su lucha contra el cambio climático y en defensa de la biodiversidad. La vida las ha llevado a encontrarse en España, en pleno verano europeo, para recibir juntas el Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2019.

Las biólogas Joanne Chory (estadounidense) y Sandra Díaz (argentina) han sido galardonadas por sus contribuciones pioneras al conocimiento de la biología de las plantas, trascendentales para la lucha contra el cambio climático y la defensa de la diversidad biológica.

Los trabajos de Joanne Chory sobre las respuestas moleculares y genéticas de las plantas a las variaciones ambientales, en particular luz y temperatura, contribuyen a comprender y mejorar la adaptación de los sistemas naturales al calentamiento global. Las investigaciones de Sandra Díaz permiten cuantificar la importancia de la conservación de la biodiversidad funcional para garantizar los beneficios que los ecosistemas prestan a la humanidad.

Liderando la Harnessing Plant Initiative del Instituto Salk (La Jolla, California), donde trabaja desde 1988, Chory ha estudiado el desarrollo de plantas capaces de absorber hasta veinte veces más dióxido de carbono del aire que las normales. La optimización de la capacidad natural de las plantas para capturar y almacenar el dióxido de carbono y adaptarse a distintas condiciones climáticas, conforma un avance importantísimo en la lucha contra el calentamiento global.

La profesora Chory ha centrado su estudio de los mecanismos que regulan el funcionamiento de las plantas, desde el nivel molecular hasta el celular, y sus reacciones a condiciones ambientales de estrés.

Por su parte, Sandra Díaz, profesora de la Universidad de Córdoba, en Argentina e investigadora del Instituto Multidisciplinario de Biología Vegetal, es una referente científica mundial en el área de la ecología. Ha participado en la elaboración de informes del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) y de la Convención Internacional de Diversidad Biológica.

Sus investigaciones la han llevado al desarrollo de una herramienta metodológica para cuantificar los efectos y beneficios de la biodiversidad de las plantas y la ecología vegetal de los ecosistemas y su aprovechamiento humano en forma de combustible, materiales, medicinas, tintes, alimentación, protección hídrica, etc. y su papel para neutralizar el calentamiento global mediante el secuestro de carbono atmosférico.

La científica argentina ha sido una de las principales autoras del informe internacional Intergovernmental Science-Policy Platform on Biodivrsity and Ecosystem Services (IPBES), que en mayo pasado, alertó sobre un millón de especies en peligro.

Resultado de 15.000 informes científicos compilados por 145 investigadores de 50 países, el informe concluye que el 75% de los ecosistemas terrestres y el 66% de los marinos fueron alterados por acciones humanas; que el 25% de las especies ya están en peligro de extinción en la mayoría de los grupos de animales y plantas estudiados; que los ecosistemas naturales se han reducido en un 47% en promedio; que la degradación de tierras redujo su productividad en un 23%; que la biomasa global de los mamíferos silvestres ha disminuido en un 82%; que las áreas urbanas se duplicaron desde 1992; y que la polución por plásticos se multiplicó por diez desde 1980, entre otros desastres.

Un millón de especies en peligro (IPBES).

Para Díaz estamos quemando nuestra casa” y advierte sobre los costos ambientales reales de la agroindustria y la minería, y qué debemos hacer para proteger lo que ella llama “el tapiz de la vida”. En Más Azul hemos puesto reiteradamente el foco en los costos ambientales.

La bióloga argentina es lapidaria: “Hoy en día muchas actividades económicas son rentables porque quienes se benefician de ellas tanto produciéndolas como intercambiándolas o consumiéndolas no están pagando los costos reales. Es como una fiesta donde los que disfrutan de la comida y la bebida y la música no son los que están pagando los gastos de producir la comida, la electricidad, los platos rotos o la recolección de basura. Hay muchas cosas que convienen y se trasladan en el mundo en grandes cantidades porque son muy baratas, y son muy baratas para el que vende porque no está pagando lo que realmente cuesta, no están pagando el sufrimiento humano y el daño ambiental”.

En esas actividades económicas de altísimo impacto están la agricultura industrial, la minería y los combustibles fósiles. Díaz pone el acento en ellas: “La agricultura industrial de exportación no regulada no está incluyendo todos estos costos ambientales de salud humana y social de los que hablé en la pregunta anterior. No incluye las externalidades asociadas con la limitación del acceso al agua, con el agotamiento y erosión de los suelos, y esto lo va a heredar la próxima generación. Lleva miles de años formar un suelo fértil. Tampoco se consideran los efectos sobre el cambio climático, los efectos agrotóxicos sobre la salud humana y de la fauna y la flora”.

América Latina, un continente infestado por los agrotóxicos.

Con relación a la minería y a los combustibles fósiles (ver artículo Subsidiamos nuestra extinción en esta misma edición de Más Azul) la experta advierte: “En muchos lugares del mundo las mineras tienen enormes subsidios del Estado. Pero los controles que se ejerce sobre lo que contaminan, lo que marginan socialmente, los costos que pagan son irrisorios y simbólicos. En muchas zonas del mundo, incluida la mía, se subsidian muy fuertemente los combustibles fósiles y todo lo que es transporte privado, para que toda la gente tenga un 0 km, que se hagan autopistas, y todo ese dinero se deja de invertir en el transporte público que causa muchísimo menos daño ambiental”.

Su colega Joanne Chory, botánica y experta en genética, nacida en Boston, comparte la aguda preocupación de Díaz. Tiene muy claro que el calentamiento global es una amenaza existencial para la supervivencia humana y que el tiempo se está acabando: “Quiero involucrarme en la búsqueda de una solución, pues tengo nietos y  me preocupa en qué mundo vivirán.”

A Chory la inspira en su lucha una frase del famoso virólogo Jonas Salk: “El solía decir que la esperanza está en los sueños, en la imaginación y en el coraje de quienes se atreven a hacer realidad los sueños, y eso es lo que nos debe inspirar hoy”.

La bióloga estadounidense considera que gracias a las plantas podríamos mantener bajo el suelo una ingente cantidad de CO2, el principal gas de efecto invernadero, causante del calentamiento global. Su proyecto consiste en modificar genéticamente todo tipo de plantas (con métodos tradicionales de horticultura y también con técnicas pioneras de edición genética como CRISPR) para que generen más cantidad de raíces que lleguen a mayor profundidad en el suelo y puedan albergar más suberina, un biopolímero que es el principal constituyente del corcho y que tarda mucho en descomponerse.

«Aumentando la suberina de las raíces podríamos conseguir que las plantas retengan un 20% más de CO2 de lo que hacen normalmente y durante más tiempo», explica Chory. No se trata de que las plantas capturen más CO2 de la atmósfera, sino que lo mantengan secuestrado en el suelo mucho más tiempo. “Esas plantas modificadas tendrán raíces más profundas y fuertes, lo que ayudaría a frenar la erosión, otra consecuencia del aumento de las temperaturas, y mejoraría las condiciones del suelo y su capacidad de producción”.

Según la estadounidense, en la actualidad, la naturaleza captura unas 746 gigatoneladas de CO2 cada año  (1 GtCO2 = 1×109 toneladas) y re-emite 727. A eso debemos agregar que los seres humanos generamos otras 37 GtCO2 anuales, lo que arroja un exceso de 18 de Gt. El dióxido de carbono tarda siglos en disiparse. Para Chory, las consecuencias de ello son tan graves que es perentorio evitar un punto de no retorno y actuar ahora para que la emergencia climática tenga solución.

El proyecto de Chory, llamado Ideal Plants, está en una fase avanzada de experimentación para transferir los resultados obtenidos a cualquier planta de cultivo, lo que cree pueden conseguir en cinco años. Ya están trabajando en nueve cultivos agrícolas, con especies de trigo, soja, maíz y algodón.

Joanne Chory y sus ‘Ideal Plants’

Pero tendrá que superar el rechazo que provocan los organismos genéticamente modificados (OGM). Lo demás –dice Chory– sería sencillo y barato; de fácil implementación en todo el planeta. Reducir una tonelada de CO2 costaría solo unos 10 dólares. Con estas plantas ideales se podrían reducir de aquí a 10 años hasta ocho GtCO2, casi la mitad de lo que deberíamos eliminar: “Creo que tiene muchas posibilidades de funcionar porque es una idea que puede aplicarse a escala global, es iterativa, distributiva, no necesita nuevas infraestructuras y puede ser monitorizada a escala planetaria».

 “Afrontar el tema del cambio climático es también un tema filosófico” sostiene Chory. “Es necesario reaccionar. Porque cuando todos los humanos suframos las consecuencias, quizá sea demasiado tarde. Por nosotros y nuestros descendientes”.

La científica argentina comparte la urgencia que plantea su colega estadounidense. Insiste en que queda “poco tiempo para salvar el medioambiente arrasado por la mano del hombre, en un proceso de injusticia ambiental global a escala inédita” y resalta una hermosísima  metáfora poética: “En la naturaleza todos estamos formados por los mismos átomos, desde los murciélagos que dibujó Goya a las abejas de Miguel Hernández, pero en este universo existe un alquimista supremo: las plantas”.