Señalábamos en la primera parte de esta nota (Más Azul n° 6, marzo 20, “Soja por árboles I”), que entre las muchas cosas que podemos y debemos hacer para detener los efectos catastróficos de la expansión del CO2 en el Planeta, dos son decisivas para controlarlo: ampliar nuestra cubierta forestal y mantener sanos nuestros mares.
Pero estamos haciendo lo contrario. En especial en América Latina, donde la deforestación sigue arrasando bosques nativos para cultivos (en especial soja) y ganadería.
Señalábamos también que los responsables de esta deforestación tienen nombre y apellido. No son solo los anónimos delincuentes de la tala ilegal sino los dueños de la industria multinacional de la soja y la propia dirigencia política de los países involucrados. De hecho, la destrucción de El Cerrado, en su gran mayoría, cumple con las leyes brasileñas.
Como señala Andy Robinson en un artículo, “los pioneros de la deforestación en El Cerrado son grandes hacendados como Blairo Maggi, ex gobernador de Mato Grosso conocido como el ‘Motosierra de Oro’, que amasó una fortuna superior a los mil millones de dólares gracias a la soja. Son fondos financieros globales con sede en EEUU, como BlackRock o la empresa que gestiona el endowment –provisión para asegurar becas–de la Universidad de Harvard. Sin olvidar a los gigantescos agentes de bolsa transnacionales de commodities–materias primas y bienes primarios–, como Cargill, Bunge o ADM” (La Vanguardia, Barcelona, dic,19). A lo que deberíamos agregar grandes especuladores de futuros como el JP Morgan.
Son los mismos nombres que lideran la destrucción de árboles por soja en Brasil y otros países, que ven desaparecer sus bosques naturales, comprometiendo el futuro ambiental de todos.
El área de tierra dedicada a la producción sojera ha crecido a una tasa global un 3,2% por año. Sudamérica representa más del 50% de la producción mundial. De la cosecha mundial 2019/2020 (355 millones de ts.metricas), solo entre cinco países de la región componen el 53% del total (Brasil, 123 mill. ts; Argentina, 53 mill. ts; Paraguay, 10,2 mill. ts; Bolivia, 2,9 mill. ts; y Uruguay, 2,2 mill. ts).
La soja ocupa en la actualidad en Brasil, una superficie de cultivo mayor que cualquier otro (21% del total de la tierra cultivada). Desde 1995, el área sembrada aumentó unos 2,3 millones de hectáreas (320.000 has.por año). En 50 años, el superficie de soja creció en Brasil 57 veces y el producido, 138 veces.
En Argentina, es aún más grave. La soja ocupa el 55% de las casi 37 millones de hectáreas que se destinan a cultivos. Las previsiones del sector es alcanzar una cosecha agrícola de casi 193 millones de toneladas en 2030. Ello supondría un incremento de más del 50% del área sembrada en la actualidad, a expensas de una drástica reducción de bosques y otros hábitats relevantes.
En Paraguay, donde una porción de la selva paranaense está siendo deforestada, la soja ocupa más del 25% de toda la tierra agrícola.
Además de la deforestación directa causada por la expansión de tierras para el cultivo, la expansión del complejo sojero repercute en un incremento importante de logística y transporte. A ello se agrega que para entrar insumos productivos a la región y sacar la producción agrícola, se desarrollan en general, proyectos de infraestructura que destruyen los hábitats naturales de importantes áreas.
En Brasil, por ejemplo, la soja impulsó la renovación o construcción de ocho hidrovías, tres líneas ferroviarias y una extensa red de carreteras, con severos impactos sobre la biodiversidad. Esas obras facilitaron la atracción de otras inversiones en forestación, minería, ganadería extensiva, multiplicando el impacto ambiental negativo.
Es lo que sucede en la zona Rosario-Santa Fe (Argentina), sobre el río Paraná, donde la concentración de la industria de transformación de la soja en aceites y pellets –el área de conversión sojera más grande del mundo– más toda la infraestructura asociada, ha generado impactos ambientales significativos.
Argentina es uno de los grandes productores mundiales de soja: tercer productor y tercer exportador, por detrás de Brasil y EEUU. A contramano de la tendencia global, ha aumentado su producción agropecuaria en base a la expansión de sus tierras arables y no a la productividad de sus cultivos.
Para ello, ha trasladado el modelo de su “pampa húmeda” (provincias de Santa Fe, Córdoba, Buenos Aires y La Pampa) hacia otras ecorregiones del país (Santiago del Estero, Salta, Chaco o Formosa) en un proceso conocido en el país como “pampeanización”.
Ese proceso acarreó la deforestación de territorios para hacerlos aptos para el cultivo de soja. En menos de 20 años, Argentina deforestó entre 70.000 y 80.000 kms2, con una consecuencia directa: la desaparición de bosques nativos para la producción de cultivos y la ganadería. Ello ha generado más del 10% de los gases de efecto invernadero (GEI) del país.
Las cifras de la ampliación de la frontera sojera en Argentina son alarmantes. Según datos oficiales en el período 1998-2002, se arrasaron más de 780.000 hectáreas de bosques. Entre 2002 y 2007 –año en que se sanciona una ley de bosques– desaparecieron más de 1,1 millones de hectáreas, información corroborada por organizaciones ambientales a partir de datos de la ex Secretaria de Ambiente y Desarrollo Sustentable del país.
En Argentina, la “sojización” tuvo víctimas. Mientras el área sembrada con soja se triplicó, paralelamente –sólo en la región de la Pampa húmeda– unos 60.000 establecimientos agropecuarios dedicados a lechería, producciones frutícola u hortícola y otros, desaparecieron. Hace 30 años había unos 30.000 tambos lecheros en Argentina. Hoy quedan menos de un tercio.
La expansión de la soja a expensas de la tierra dedicada a otras producciones, llevó a que la tasa de Argentina superara en seis veces el promedio mundial. Se hizo precisamente a costa de esas nuevas ecorregiones (el Gran Chaco), poseedoras de bosque nativo en pie, pero que carecen de la protección o salvaguardas suficientes y son ‘tierra de nadie’ ante el avance de los sojeros y ganaderos de la región.
En esos años, la deforestación más intensa se produjo en una franja entre dos sistemas: el monte chaqueño y las yungas. Allí además de arrasarse un promedio de 821 hectáreas de bosques por día (equivale a 34 hectáreas por hora!!) se suprimió el hábitat de innumerables especies con una pérdida gravísima de biodiversidad. En las Yungas, dentro del propio Parque Nacional Calilegua, un área protegida de la provincia de Jujuy, coexistían hasta un par de años atrás, una explotación petrolera y una persistente tala ilegal.
En Argentina la situación es grave y la problemática ambiental está ausente en la agenda política del país. Prospera la tala ilegal y la conversión de bosques en tierras agrícola-ganaderas, a lo que se suman múltiples problemas: pastoreo excesivo, incendios, plantaciones forestales comerciales con alto consumo de agua, rotación intensiva de cultivos, introducción de especies exóticas e invasivas, manejo insostenible de los bosques, explotación minera y de petróleo en esas mismas áreas y una ausencia notable de la acción del Estado ante la contaminación y el cambio climático, salvo en lo declamativo.
Los informes internacionales también destacan el deterioro de los bosques nativos argentinos. En 2014, el IPCC (Panel Intergubernamental de Cambio Climático) advirtió que Argentina genera el 4,3% de la deforestación global. Y FAO ha ubicado a la Argentina entre los diez países que más deforestaron en el período 2010-2015.
Es que el modelo de explotación agrícola elegido por Argentina es claramente extractivista, altamente concentrado, basado en un uso intensivo de pesticidas y fertilizantes –en buena parte importados y producidos por Dow, Monsanto, Bayer o Syngenta– y orientado a los mercados externos. De hecho, el 62% de la generación de divisas por exportaciones del país proviene sector agropecuario industrial, según datos oficiales (2019). Es el mismo sector que produce las mayores emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) junto con el sector energético.
El uso intensivo de agroquímicos como el glifosato –con escaso o nulo control gubernamental– no solo contamina el suelo, el aire y el agua, con severos impactos sobre la biodiversidad y los ecosistemas. Elimina polinizadores y fauna silvestre y provoca graves riesgos sobre la salud de los pobladores rurales.
Los altos niveles de tecnología y equipamiento que exige atender la escala de producción, desplaza mano de obra y crea dificultades para competir por parte de los pequeños productores. La consecuencia ha sido un fenómeno de despoblamiento rural muy dramático, que empuja a los trabajadores del campo y sus familias a engrosar las áreas pauperizadas de los centros urbanos.
Por otra parte, la “sojización” o “agriculturalización” del país ha desplazado la ganadería a feedlots o a zonas marginales, perjudicando la calidad final del producto y eliminando las rotaciones ganaderas, imprescindibles para la conservación de los suelos.
Los resultados sobre los bosques son inquietantes: solo restan en pie el 30% de la cubierta forestal original. Hace 20 años el bosque nativo todavía cubría el 11,3% (31,4 millones de has.) de la superficie territorial y en 2015 se había reducido al 9,7% (27,3 millones de has.). Es decir que Argentina perdió en dos décadas unos 4.100.000 de hectáreas de bosques nativos.
Argentina se plantea como contribución al cambio climático forestar entre 1,3 a 2 millones las hectáreas para 2030, en tanto los bosques capturan carbono. Pero al igual que anunció Trump en Davos, acerca de la reforestación en EEUU, se trata de forestaciones exóticas para uso comercial, que no son una respuesta sostenible. Se necesita avanzar hacia sistemas agroecológicos e intervenciones en el bosque que sean auténticamente sostenibles.
Pero no todas son malas noticias. Bajo la presión de una conciencia global cada vez más activa acerca de la necesidad de salvar nuestro Planeta, se empiezan a mover incluso sectores comprometidos con el modelo productivo que nos ha llevado hasta este desastre.
Es el caso de Larry Fink, CEO de BlackRock, el fondo de inversión más grande del mundo, con intereses globales en la soja, que en Davos ha reclamado penalidades para aquellas empresas que no contribuyan a la lucha contra el cambio climático (Ver Más Azul, “El cisne verde”, feb 20) y asume el compromiso de no invertir en ellas.
O el cambio de actitud de líderes de los países de la Amazonía que, con su desidia o su complicidad, contribuyeron a los incendios forestales de 2019 y que, en septiembre pasado, acordaron medidas para proteger la selva y responder más rápidamente a las emergencias. Han firmado el llamado “Pacto de Leticia”, un documento de 16 puntos en que los Gobiernos de Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guyana, Perú y Surinam se comprometen a coordinar acciones para detener la devastación de la riqueza natural de la Amazonía.
Se trata de un ‘compromiso’ de políticos latinoamericanos, proclives a la declamación y a la desmemoria, como bien los describiera Gabriel García Márquez, por lo que será necesario estar muy atentos.