La pandemia está sirviendo de pretexto cruel. Varias naciones acostumbradas a acumular mano de obra barata proveniente de países pobres, se deshacen de esos migrantes –de la manera más inhumana– ahora que, en medio del confinamiento, ya nos les sirven.
El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) considera a los migrantes como parte de los grupos más vulnerables ante la emergencia desatada por el Covid-19.
Los trabajadores extranjeros, mano de obra barata de la que hicieron abuso los ricos países petroleros del Golfo Pérsico, parecen ser las principales víctimas de la pandemia de Covid-19 en esa región. La mayor parte de esos migrantes viven en condiciones muy precarias, en alojamientos muchas veces insalubres. En general, proceden de países asiáticos, especialmente de Pakistán, Nepal, Sri Lanka e India, pero también de Etiopía en África.
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) de Naciones Unidas denunció precisamente la reciente deportación de miles de migrantes etíopes por parte de Arabia Saudí y advirtió sobre el peligro que esa medida tiene de multiplicar la propagación del virus.
Naciones Unidas pidió la inmediata suspensión de la medida señalando al Reino de Arabia Saudí acerca de las consecuencias de una deportación masiva de migrantes etíopes en medio de la pandemia.
Con más de 5.000.000 de personas contagiadas en el mundo y más de 350.000 muertes, la actitud de la monarquía árabe –en realidad, un estado autoritario, anacrónico y conservador– es no solo una despreciable conducta hacia la seguridad sanitaria global sino un atentado directo contra los migrantes.
Desde el comienzo de la pandemia, miles de etíopes han sido deportados a Adís Abeba, capital de Etiopía. Catherine Sozi, la coordinadora humanitaria de Naciones Unidas para Etiopía advierte que “los movimientos migratorios a gran escala, que no están planificados, aumentan las probabilidades de que la transmisión del virus continúe. Por lo tanto, hemos pedido la suspensión temporal de las deportaciones”.
La respuesta saudita han sido nuevas deportaciones. Sus dirigentes han procedido a la medida compulsiva sin tener en cuenta que la expulsión de miles de trabajadores etíopes pone en grave riesgo al país de origen, a los propios migrantes y al resto el mundo de contraer y propagar el virus.
La coordinadora de la ONU reveló que el Gobierno etíope había solicitado que se detengan esas deportaciones para darle tiempo a levantar 30 centros de cuarentena en Adís Abeba, ya que solo contaba con siete centros para albergar a los retornados. Pero los saudíes continuaron con las expulsiones sin siquiera verificar las condiciones sanitarias de los expatriados, que no fueron examinados por las autoridades sanitarias del reino antes de su salida.
Pero la situación no empieza ni acaba en Arabia Saudita. Ya el año pasado, más de un millón de trabajadores extranjeros que habían migrado atraídos por las expectativas de ‘altos salarios’ en el Golfo, fueron expulsados muchas veces con violencia.
Deslumbrados por una exhibición casi pornográfica de la riqueza, trabajadores pobres de todo el mundo emigraron, en los últimos años, hacia los Estados del Golfo Pérsico: Arabia Saudita, Qatar, Emiratos Árabes Unidos (EAU), Kuwait y Bahrein.
La importación de mano de obra barata, en especial proveniente de Asia y África, ha permitido que Emiratos y el resto de los países del Golfo levantaran sus costosísimas islas artificiales, sus gigantescas torres, sus enormes centros comerciales con pistas de nieve, los nuevos estadios para la próxima Copa del Mundo y hoteles de siete estrellas. Todo con un consumo de recursos naturales (agua, energía, etc) absolutamente tóxicos para la salud del Planeta.
En general, el sueño de los migrantes de estratos más bajos, de recibir salarios ‘soñados’, se ha deshecho en la cruel pesadilla de largas jornadas de trabajo, en condiciones inhumanas o de alto riesgo, jornales exiguos para el costo de vida local, represión policial y endeudamiento.
Detrás de la imagen de ultramodernidad y lujo que los países del Golfo pretenden vender, se oculta un sistema feudal donde los derechos humanos básicos son conculcados con facilidad y la libertad de expresión es perseguida hasta la muerte como sucediera en el caso del periodista Jamal Khashoggi.
Los planes saudíes de construir una mega-ciudad inteligente de 500.000 millones de dólares, cerca de su frontera con Egipto y Jordania, se han postergado por la crisis económica interna y agravado con la pandemia, lo que terminó con su interés por mano de obra barata.
Tras la desaceleración económica y la caída del precio del petróleo, cientos de miles de migrantes están siendo desplazados del mercado laboral en todos los países del Golfo que pretenden ahora, reducir su dependencia de la mano de obra extranjera en el sector privado. La demanda saudita de mano de obra se redujo en un 40%, lo mismo que la de Emiratos Árabes Unidos, cuyo mercado laboral estaba formado por un 90% de inmigrantes.
Desde los Emiratos hasta fines de abril pasado se habían repatriado unos 23.000 trabajadores extranjeros, a pesar de la suspensión de los vuelos comerciales. Este país es el único en la región que dio cierto acceso a la atención médica, alimentos y alojamiento, y prometió relajar las normas de inmigración cuando venzan los visados, reconociendo la “deuda” con el trabajo inmigrante, según un portavoz gubernamental.
El proceso de ’nacionalización’ del mercado laboral fomentando la contratación de locales, fue puesto en marcha por los saudíes aplicando nuevos impuestos a las compañías que contraten trabajadores extranjeros. Omar Al-Ubaydli, director de investigación del Centro Internacional para Estudios Estratégicos Energéticos de Bahrein, confirmó que se trata de una “repatriación de trabajadores a gran escala”.
Sin ninguna contemplación, los multimillonarios saudíes han provocando deportaciones masivas de miles de migrantes, en especial etíopes sin trabajo. Esas personas, que han perdido sus empleos por la Covid-19 se suman a refugiados y nuevos desplazados y se transforman en grupos especialmente vulnerables.
Pero el escenario excede a los migrantes etíopes. Miles y miles de jornaleros migrantes nepalíes e indios están en una condición similar. Como Arabia Saudita, otros países del Golfo han optado por la misma política.
Qatar por ejemplo, deportó sin previo aviso a cientos de migrantes nepalíes con el pretexto de realizarles un testeo de Covid-19. Según denunció Amnistía Internacional, la policía los llevó a centros de detención, los recluyeron en pésimas condiciones y sin dejarles recoger siquiera sus pertenencias, lo remitieron a Nepal. Otros, que pudieron evitar la detención deambulan en territorio catarí sin trabajo ni vivienda.
Steve Cockburn, director adjunto de Asuntos Globales de Amnistía Internacional pone de relieve la actitud de los gobiernos: “Es alarmante que las autoridades qataríes parezcan haber utilizado la pandemia como cortina de humo para cometer aún más abusos contra los trabajadores y trabajadoras migrantes, muchos de los cuales piensan que la policía los engañó diciéndoles que iban a hacerles la ‘prueba’. La COVID-19 no es excusa para detener arbitrariamente a nadie”.
El problema cobra dimensiones brutales. El gobierno de Nepal, uno de los países más pobres del mundo, comenzó el proceso de localización de unos 4,5 millones de nepalíes que viven en el extranjero y son trabajadores migrantes. La frontera entre Nepal e India está cerrada por el coronavirus. Allí se están acumulando cientos de migrantes nepalíes, que buscan regresar a su país y no cuentan con comida y duermen en las calles.
Muchos de ellos tratan diariamente de volver a sus países de origen y escapar de lugares como los campos de refugiados, donde el virus apenas ha comenzado a golpear pero donde su propagación podría ser atroz teniendo en cuenta que el distanciamiento social allí no es posible.
Grupos de derechos humanos (Human Rights Watch, Amnesty international, Prisioneros de Conciencia) han alertado que el régimen de Riad está aprovechando la crisis causada por el coronavirus para deportar masivamente a los extranjeros, silenciar a los disidentes e intensificar la represión contra actos antigubernamentales, como parte del proceso de consolidación en el poder del príncipe heredero saudí, Muhamad bin Salman.
En general, los migrantes salen expulsados sin haber recibido el salario que les debían ni montos por fin de servicio, lo cual agrava su situación de vulnerabilidad ya que suelen tomar préstamos en sus países de origen para viajar en busca de empleos, los que ahora deberán devolver.
Estados Unidos es otro de los países ricos que también se ha sumado a la política de aprovechar la pandemia para incrementar las deportaciones. Desde el inicio de la crisis sanitaria en ese país, fueron expulsados unos 10.000 inmigrantes, aplicando las normas de emergencia adoptadas para evitar la propagación del virus.
En un comunicado de las organizaciones Worker’s Justice Project (WJP) y Day Labor Workforce Initiative (DLWI), se recuerda que los inmigrantes en Nueva York constituyen “casi la mitad de la fuerza laboral”, y un 70% de ellos ofrecían servicios esenciales de limpieza y envío de comida a los hogares.
WJP señala que ahora luchan por sobrevivir en el epicentro del coronavirus: “En Nueva York, los jornaleros y las trabajadoras domésticas se enferman sin acceso a atención médica, licencia por enfermedad remunerada o seguro de desempleo. El cierre de los lugares de trabajo (como restaurantes, oficinas y sitios de construcción) está teniendo un impacto sin precedentes en la vida de nuestros miembros… no tienen una red de seguridad social ni ningún lugar al que recurrir”.
Paola Luisi, codirectora de la coalición Families Belong Together, asegura que la Administración Trump está “utilizando una pandemia mundial para avanzar en una agenda de supremacía blanca sin tener en cuenta el bienestar de los niños y las familias”.
Para Felipe González Morales y Maria Grazia Giammarinaro, relatores especiales de Naciones Unidas “nadie debería ser dejado atrás en esta lucha global contra la pandemia. Los Gobiernos deben adoptar medidas que aseguren que cada persona en su territorio nacional, sin importar su estatus migratorio, sea incluida y tenga acceso a los servicios de salud para lograr una contención exitosa de la pandemia”.
Pese a la ruindad de algunos, la pandemia también demuestra la importancia vital de los trabajadores extranjeros en aquellos países donde aportan su trabajo. Mientras naciones como Arabia Saudí, Kuwait y Omán expulsan migrantes de ciertos sectores laborales, casi todos los que están trabajando en la primera línea de fuego en la lucha contra el Covid-19, son extranjeros. En Nueva York sucede algo parecido.
Médicos egipcios, enfermeras indias y del sudeste asiático, colaboradoras filipinas, radiólogos africanos, enfrentan la pandemia en los países del Golfo y en EEUU, mientras se exponen a contraer el virus, sin tener siquiera derecho a la ciudadanía aunque residan allí desde hace años.
Pero la ola de nacionalismo desatada por personajes como Trump o la familia real saudí, alimentan el miedo y el resentimiento hacia los extranjeros. De esa manera prosperan falsos conceptos que atribuyen a los migrantes la pandemia, como lo revela de manera contundente una reciente nota de Aya Batrawy.
La corresponsal de Associated Press recupera unas declaraciones radiales de la popular actriz kuwaití Hayat al-Fahad: “¿Por qué Kuwait debe llenar sus hospitales para tratarlos a ellos a expensas de sus propios ciudadanos? ¿No se supone que la gente debe irse durante una crisis? Juro por Dios, los dejaría en el desierto”. Y su compatriota, la legisladora Saffa al-Hashem pidió la deportación de todos los extranjeros con visa vencida para “purificar el país”.
Como decía Albert Einstein: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy seguro”.