Durante las últimas décadas una serie de investigaciones han revelado cómo grandes empresas del petróleo, el tabaco y los medicamentos han “operado” sobre investigaciones científicas y medios de prensa para ocultar los peligros de sus productos.
Hay un mundo de lobbistas que trabajan para “disfrazar” la realidad y acomodarla a los negocios de grandes corporaciones. La lucha global contra el cambio climático es un duro ejemplo de ello. No solo han movido cientos de millones para impedir determinados avances sino que han creado un relato “el negacionismo”, que respaldan con seudocientíficos, algunos “contratos” desde fundaciones, usinas de pensamiento, etc. y bien lubricadas campañas de prensa.
En el dulce mundo del azúcar pasa lo mismo. Es famosa que hizo la intervención de la industria azucarera en la década del ’60, pagando a algunos investigadores destacados para que negaran y suprimieran evidencias que consideraba al azúcar como una de las principales causas de enfermedades cardíacas.
Los hechos explotaron en 2016, cuando Cristin Kearns, Dorie Apollonio y Stanton Glantz, investigadores de la Universidad de California (San Francisco, EEUU) revelaron una serie de documentos internos de la industria alimentaria, donde se comprobaba que la entonces Sugar Research Foundation (SRF) –hoy Asociación del Azúcar de EEUU– había pagado en secreto a tres científicos especializados en nutrición de Harvard para minimizar pruebas que vinculaban el azúcar con las enfermedades coronarias.
Vale recuperar esa información para poner en contexto el actual debate sobre los efectos nocivos del azúcar y la manipulación que ejerce la industria sobre la información.
Para el profesor Glantz “el tipo de manipulación de la investigación es similar a lo que hace la industria tabacalera. Este tipo de comportamiento cuestiona a los estudios financiados por la industria azucarera como una fuente fiable de información para la formulación de políticas públicas”.
El debate planteado a partir de aquellos años se centró en que el mayor enemigo para la salud humana era la grasa. Para afrontarlo, la industria alimentaria comenzó a elaborar y comercializar productos a los que les redujo el contenido graso. Aparece entonces toda una generación de nuevos alimentos bajos en grasa o sin grasa que se popularizan como bajos en calorías, light, etc.
Como la grasa, el azúcar y la sal potencian el sabor de los alimentos y los hacen más sabrosos, la industria apeló al azúcar y la sal para compensar y potenciar el sabor de los productos que no contenían mucha grasa.
Desde entonces, la gran mayoría de los productos que consumimos tienen un alto contenido de azúcar en su composición, pero que la industria trata de disimular, para sortear las recomendaciones de médicos y nutricionistas que advierten las consecuencias negativas que tiene para la salud humana.
Además el azúcar pasa por un proceso de refinación. Para obtener azúcar blanca se usan químicos como dióxido de azufre o cal. El azúcar moreno en general es azúcar blanca con melaza. El refinado esconde la clave del control de la industria azucarera, al punto que muchos de los países que plantan la caña luego tienen que importar el azúcar refinado.
Los científicos están de acuerdo en que quienes consumen altas dosis de azúcar son propensos a sufrir enfermedades cardiovasculares (hipertensión, derrames cerebrales y ataques cardíacos) así como diabetes y obesidad.
El azúcar de uso familiar (sacarosa) comparte con el alcohol y la nicotina su potencia adictiva y los daños a la salud de un consumo excesivo. Para la OMS, el azúcar es responsable de unas 35 millones de muertes al año en todo el mundo.
Según muchos estudios el azúcar es un producto altamente adictivo. El cerebro reacciona a la sacarosa como lo hace con diversas drogas y su consumo provoca en el cuerpo un síndrome de abstinencia. Otra parte de los científicos no consideran que pueda hablarse de adicción, pero nadie niega que el cuerpo humano se acostumbra a la cantidad de glucosa que se le suministre y tiene reclamos crecientes de consumo.
Esa condición –como sucede con el tabaco– ha sido fuertemente explotada por la industria en tanto garantiza una demanda creciente o muy estable y de alta rentabilidad.
Por otra parte, como el proceso de deterioro y pérdida de los contenidos de azúcar es muy rápido entre la cosecha y el refinado (entre 12 y 72 horas) ello facilita la posición de fuerza de las refinerías ante los agricultores que si no aceptan el precio puede perder la totalidad en su cosecha en un par de días. De hecho, el precio de los últimos años ha estado por debajo de los costos de producción en muchos países.
La producción mundial ronda las 180 millones de toneladas (179 en 2018 y 185 2019), más que cualquier otra sustancia orgánica en el mundo. De ese volumen, el 77% corresponde a azúcar de caña y el resto a azúcar de remolacha. Brasil, India, la UE, China y Tailandia y EEUU son los mayores productores mundiales.
El negocio mueve unos 75.000 millones de dólares en todo el mundo. Según FAO, el consumo medio por persona es de 24 kilos anuales y calcula que en la campaña 2021-2022 la producción será de 207 millones de toneladas, un 26% más que diez años antes.
Sin embargo, el consumo directo de azúcar ha decrecido a nivel mundial, respondiendo a las recomendaciones de los organismos de salud y los profesionales médicos. Si la humanidad redujera su consumo un gigantesco negocio estaría en jaque.
El intento de la industria azucarera por contrarrestar la información científica y ocultar o minimizar los efectos nocivos del consumo de azúcar es vital, por tanto, para su supervivencia.
La tendencia global a una vida y alimentación sanas y al cuidado de la figura, puso a la industria del azúcar frente a uno de sus peores dilemas: los consumidores reducían el azúcar que tomaban directamente. Pero la industria del azúcar no ha dejado de crecer en las últimas décadas.
Lo hizo gracias a la reconversión y las alianzas empresariales que fueron su respuesta a la reducción del consumo directo. La industria azucarera se reconvirtió en unos casos y se alió en otros a la de los alimentos preparados. Las propiedades adictivas y también conservantes de los azúcares –que tienen fuentes cada vez más diversas– favoreció la aparición de nuevos productos envasados y listos para comer, que han tenido inserción mundial.
De hecho hoy el 80% del azúcar está en productos elaborados. Esos productos con mucha azúcar son más adictivos y generan mayores ganancias que los alimentos más saludables como frutas, verduras o agua. El azúcar se incorporó a partir de entonces, solapadamente tanto en productos dulces como salados, en bebidas, postres, fiambres, embutidos, etc.
Eso ha permitido fenómenos como el del continente asiático, es la región de consumo de azúcar más importante del mundo, a pesar de tener un bajo índice de productos azucarados. India, por ejemplo, consume el 15% del total mundial.
Lo mismo que sucede con el consumo de plásticos (Ver en este número de Más Azul, “La pandemia del plástico”), las grandes corporaciones del sector apuestan su crecimiento a la venta de productos nocivos o cuestionados en los países en vías de desarrollo. De hecho, las importaciones de azúcar están focalizadas en África y Asia.
Como los magos, los fabricantes de alimentos tienen diversos “trucos” para ocultar el azúcar y que los consumidores no la puedan ver.
Queda escondido bajo nombres que el consumidor no suele reconocer como azúcar: dextrosa, maltosa, jugo de caña evaporado, glucosa, sacarosa, fructosa, dextrosa, jarabe de maíz, miel de caña, jugo de maíz, siropes, extracto de malta de cebada, entre otros. En total hay más de 70 nombres y sustancias diferentes.
Sus trampas hacen que el producto que querríamos evitar esté incluso en alimentos con sabor agrio o picante. Por ejemplo, una pizza incorpora cuatro terrones y medio de azúcar. Una botella de Coca-Cola de dos litros otros catorce y medio terrones. Una lata o bote de tomate frito, agrega otros cuatro más.
Las salsas preparadas o aglutinantes de salsa disparan el contenido de azúcar: 19 terrones y en un frasco de chucrut envasado unos 16.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda 25 grs. por día para los adultos con un índice de masa corporal normal. Es decir menos de 7 terrones.
La “magia” llega al extremo de publicitar algunos productos como de bajo o ningún contenido de azúcar, como sucede con determinados concentrados de jugo de frutas que llevan aditivos de azúcar no se consideran tales.
Incluso alimentos salados como los snacks comerciales suelen contener azúcar, en especial aquellos derivados del maíz que lo utilizan para resaltan su sabor. Los jugos o zumos ‘naturales’ comerciales, incorporan además del azúcar natural de la fruta (fructosa) azúcar refinada en grandes cantidades (más de un 15%).
En lugar de ingredientes de alta calidad, se agrega mucha azúcar a la comida por una simple razón: no solo es muy barato, sino que también garantiza sabor y plenitud.
Otro de los problemas es que también adicionan mucha azúcar en productos para niños, incluidas las llamadas ‘leches maternas’, sin que eso sea informado de manera clara a los consumidores. En Alemania, la ministra de Agricultura y Alimentación, Julia Klöckner, planteó la eliminación del azúcar en todas sus formas en los alimentos para bebés.
Otra de las medidas que deben implementarse imperiosamente es un etiquetado de los alimentos que sea fácilmente comprensible para los consumidores. Con una población cada vez más consciente de los excesos ambientales y de todo tipo del modelo de producción y consumo global, la presión sobre la industria alimentaria está creciendo. Y uno de los campos de mayores exigencias es el de una menor incorporación de azúcar en nuestros alimentos.
Las acciones llevadas a cabo por algunos países en cuanto a un etiquetado que permita el control ciudadano e incorporar impuestos más abultados sobre el azúcar en todas sus formas, han comenzado a tener efecto.
Un ejemplo es Chile que estableció una estricta ley de etiquetado de alimentos a partir de 2016 por la que si un producto alimenticio empaquetado tiene más de 10 grs. de azúcar por cada 100 gramos de peso, debe llevar impreso muy visible la leyenda “Mucho azúcar”. De igual manera se establece para la sal, las calorías o los ácidos grasos saturados. El 77% de los chilenos se muestra favorable a esa regulación.
La incorporación de impuestos ha sido el camino elegido por Francia, México, Hungría y los países escandinavos, a los que se sumó el Reino Unido. Se penaliza a las bebidas de alto contenido de azúcar. Para evitarlo, muchos fabricantes redujeron el contenido de azúcar de sus productos. En el mercado británico, Coca-Cola lo redujo en un tercio para su marca Fanta y a la mitad para Sprite.
A largo plazo, la industria alimentaria tendrá adecuar sus productos a una menor cantidad de azúcar. Pero no será fácil porque hoy su negocio es aprovechar lo ‘adictivo’ para vender más. Pero los consumidores empiezan a mirar al “mago” y van descubriendo sus trucos…