Petróleo, pesca, transporte y turismo ponen en peligro el Mar Austral argentino

jul 2020

En la primera parte de este artículo poníamos la atención en ese inmenso reservorio de vida que conforma el mar Austral argentino, en torno a la isla de Tierra del Fuego, “el fin del mundo”, donde la tierra se acaba… Más al sur sólo queda la Antártida despoblada.

Ese tesoro de biodiversidad se encuentra amenazado por las actividades humanas que han generado y siguen generando las devastadoras consecuencias del cambio climático. Esas actividades en la región están vinculadas al petróleo, la pesca, el transporte y el turismo, que ponen en peligro sus recursos. En el número de junio pusimos el acento en los efectos de la exploración petrolera que empresas europeas, estadounidenses y asiáticas están realizando de forma intensiva.

Hoy ninguna organización regional supervisa las actividades pesqueras en el agujero azul patagónico de Argentina.

Pero no es sólo el petróleo. La pesca, el turismo y el transporte también están contribuyendo a la depredación del mar Austral argentino, poniendo en riesgo incluso el territorio antártico.

Pesca: depredación marina en el Atlántico Sur 

Ubicada en el Atlántico Sur, a lo largo de la plataforma patagónica de Argentina, una zona conocida como ‘agujero azul’ muestra las consecuencias de la pesca indiscriminada en el fondo marino.

El agujero azul reúne ecosistemas únicos y especies como la ballena franca austral y el elefante marino que llegan hasta allí para alimentarse. Pero debajo de una naturaleza espectacular y una biodiversidad notable, se oculta una variedad de especies que subsisten en una frágil precariedad. 

La zona –de alta productividad primaria– es un área de alimentación de varias especies de gran importancia económica (merluza, anchoíta, vieira patagónica y calamar) y de muchas especies de aves y mamíferos.

Constituye un área particular del Talud Continental, ya que una parte está en la Zona Económica Exclusiva de Argentina y su sección oriental se encuentra en aguas internacionales. En 2017 –tras una abrumadora investigación científica durante 20 años– Argentina logró que Naciones Unidas reconociera que el territorio sumergido del país no se limitaba a las 200 millas marinas, sino que iba hasta las 350 millas.

Debido a la abundancia de recursos marinos, el sector lindero a la ZEE argentina registra una intensa actividad pesquera que se centra en la captura de merluza, merluza negra y calamar. Más de 400 buques realizan una pesca depredadora cada año en esta zona, en especial de países como China, España, Corea del Sur y Taiwán.  Algunos pueden llegar a medir hasta 95 metros de eslora.

Más de 400 buques hacen una explotación incontrolada de los recursos marinos en el “agujero azul” del Atlántico Sur.

Durante décadas el agujero azul de la Patagonia argentina ha sido explotado de manera descontrolada por las flotas de esos países, que muchas veces pescan clandestinamente sobre el mar territorial argentino, además de incurrir con frecuencia en actividades no reguladas o prohibidas, como no reportar o informar todas sus actividades, operaciones y capturas en alta mar; realizar pesca con embarcaciones muchas veces sin bandera y utilizando técnicas devastadoras para el ambiente.

Solo el 1% de los océanos globales está protegido –la meta de la ONU es proteger al menos el 30% para 2030– y hoy ninguna organización regional supervisa las actividades pesqueras en el agujero azul patagónico y Argentina presenta una manifiesta debilidad en el control de su inmenso litoral marítimo.

Por tanto, es necesario obtener información perentoria y fidedigna sobre el impacto de la pesca en la biodiversidad y las cadenas tróficas, que permita acciones de protección de las especies afectadas y un manejo sustentable de los caladeros.

Para ello, se requiere sumar a un control efectivo de la depredación en aguas internacionales (que los países actores de la sobrepesca y la pesca ilegal se resisten a establecer), una mayor investigación científica sobre las consecuencias alcanzadas por esas actividades.

Es lo que se propuso un equipo de Greenpeace que organizó una expedición a fines de 2019 a esta zona del mar argentino, como parte de una investigación que llevó a su buque Esperanza desde el Ártico, pasando por el Mar de los Sargazos, los arrecifes del Amazonas en Guyana Francesa, para terminar en la costa patagónica y la Antártida.

El objetivo, según reveló Luisina Vueso, coordinadora regional de la campaña de océanos de la organización, fue reunir información precisa y reciente sobre “las amenazas que está teniendo hoy el océano y la presión a que se lo está sometiendo” como insumo para la reunión donde se iba a discutir el Tratado Global por los Océanos (marzo, N. York) que fue postergada por la pandemia.

La destructiva pesca de arrastre está terminando con el fondo marino.

El resultado de la exploración fue demoledor: el fondo marino había sido arrasado por la sobrepesca. “La escena del suelo marino del agujero azul de Argentina es dramática. Se asemeja a un bosque arrasado después del desmonte”, dicen desde Greenpeace.

Martín Brogger, investigador argentino que acompañó la expedición lo confirma: “En lugar de registrar variedad de especies, campos de esponjas o arrecifes de coral, las cámaras mostraron suelos desérticos, basura y estrellas de mar muertas”.

Es que el Mar austral patagónico es una de las áreas de aguas internacionales donde la industria pesquera no cuenta con una supervisión regional para sus actividades y opera sin control. Esto ha puesto en peligro el futuro del agujero azul, que hoy es la cara visible de la desprotección legal, un verdadero “far west” del mar.

Las imágenes del fondo marino tomadas por los investigadores testifican la devastación del suelo en esta zona. Luisina Vueso explica que la responsabilidad recae sobre la práctica de la pesca de arrastre, una de las más nocivas, ya que actúa como una topadora sobre el fondo marino. 

Para este tipo de pesca se utilizan redes del tamaño de 60 a 100 metros de ancho (equivalente a un campo de fútbol) y 200 metros de largo, sostenidas con cadenas pesadas que van arrasando en su trayecto con toda la flora y fauna del fondo marino. “Como esos daños no se ven, parecen ser invisibles para muchos” señaló Vueso.

Transporte y turismo

Pero los perjuicios ambientales no terminan en esos “daños invisibles”. Se presta muy poca atención al impacto que sobre el entorno marino provoca una actividad colateral al transporte y movimiento de las flotas pesqueras: el abastecimiento que reciben de buques-tanque de hidrocarburos, gasoil y provisiones.

En el área del agujero azul del mar Austral argentino se mueven cada año más de 400 buques que saquean la fauna del lugar. Lo hacen de manera constante y requieren de estas gigantescas cisternas  para operar de manera continua, sin regresar a puerto.  

 Son una parte fundamental del sistema de explotación pesquera, moviendo y operando millones de litros de combustibles, sin las regulaciones ni las medidas de prevención ante posibles contaminaciones por hidrocarburos.

Se trata de gigantescas gasolineras o estaciones de servicio flotantes operando sin control ni regulación alguna, aprovechando la impunidad que les otorgan las aguas internacionales.

Buques-tanque operan como gigantescas gasolineras en el Mar austral argentino sin control ni regulación alguna.

Además ese enorme tráfico marítimo supone problemas ambientales severos. Al igual que otras formas de transporte que utilizan combustibles fósiles, los barcos emiten dióxido de carbono, con lo que contribuyen de manera importante al cambio climático y a la acidificación del océano a lo que agregan la emisión de  una serie de contaminantes que agravan el problema.

De hecho, el transporte naval global es responsable de más del 3% de las emisiones globales de dióxido de carbono. Es una cantidad comparable a la de los principales países emisores de carbono. Si la flota mundial  fuese un país, sería el sexto emisor de gases con efecto invernadero, solo por detrás de EEUU, China, Rusia, India y Japón. Sin embargo, las emisiones de dióxido de carbono procedentes de embarcaciones no están reguladas.

Los grandes barcos oceánicos utilizan para su propulsión combustibles fósiles muy sucios, en su mayoría fueloil pesado, un producto que contiene altas cantidades de azufre, cenizas, metales pesados y otros residuos tóxicos. En su combustión, además de CO2, emiten elevados niveles de óxidos de azufre (SOx), óxidos de nitrógeno (NOx) y material particulado (PM), contaminantes altamente peligrosos para el mar y la salud humana.

Entre los “daños invisibles” deben contarse que los 15 barcos más grandes del mundo emiten la misma contaminación atmosférica que 760 millones de automóviles!!!, lo que nos remite a la incidencia de los cruceros de turismo de lujo en el Mar Austral argentino y las adyacencias a la isla de Tierra del Fuego, su punto focal.

Esas enormes ciudades flotantes son impulsadas por combustible sucio. Un informe de Transport & Environment (T&E), revela que Carnival Corporation, el mayor operador mundial de cruceros de lujo, emitió casi 10 veces más dióxido de azufre (SOx) en las costas europeas que 260 millones de coches (2017-2018). Y Royal Caribbean Cruises, el segundo grupo de cruceros de lujo más grande del mundo y segundo contaminante del sector, supera en cuatro veces la contaminación emitida por el total de la flota europea de automóviles.

La industria de los cruceros ha sido denunciada reiteradamente por su impacto en el medio ambiente, tanto por la generación de desechos, la contaminación del aire y de los mares por los que navegan, así como las altas emisiones que producen, no solo por los viajes, sino también por el suministro de energía a todas las instalaciones a bordo.

Carnival Corp. admite que viajar en alguno de sus 104 barcos, es muy similar, en términos de la cantidad de CO2 que emiten, a la contaminación de un vuelo aéreo. Es decir, una de las actividades más contaminantes del Planeta en términos de transporte y movilidad.

En comparación con las emisiones terrestres, las emisiones de los buques son elevadas, dado que al sector naviero se le permite utilizar combustibles más sucios y con mayores niveles de azufre.  

Pese a que el tráfico marítimo ocasiona el 15% de las emisiones globales de origen antropogénico de NOx y el 13% de las de SOx, la OMI (Organización Marítima Internacional) dependiente de Naciones Unidas hace muy poco para limitar la contaminación de los barcos.

Un ejemplo lo deja claro: a partir del 1 de enero de 2020, estableció un nuevo límite máximo de 5.000 ppm en el contenido de azufre para los combustibles de barcos. Parece un avance pero no lo es: ese tope es 500 veces superior al permitido para el diésel en el transporte terrestre.

El motivo es simple: la OMI –creada para promover la cooperación entre Estados e industria del transporte,   mejorar la seguridad marítima y prevenir la contaminación marina– está financiada básicamente por tres países que representan la enorme “irregularidad” que domina la legalidad de nuestros océanos,  

Panamá, Liberia y las Islas Marshall son los mayores contribuyentes de la OMI porque poseen las tres mayores flotas del mundo!!!. Son países que “venden” su bandera nacional (“banderas de conveniencia”) a las compañías navieras para maximizar ganancias, evitar regulaciones laborales e impuestos de sus países de origen. Son la fachada de un lobby internacional que convierte al transporte marítimo en un sector donde la ley parece ausente.            

La enorme contaminación producida por este sector es otro de los “daños invisibles” que requieren mayor conciencia e información por parte de la ciudadanía global. Sucede en alta mar y es más fácil de invisibilizar. Algunas ciudades portuarias y áreas costeras empiezan a intentar poner el foco sobre los costos ambientales, pero las rentas que genera la actividad comercial de los puertos, facilita la complicidad de muchos de ellos.

Siguiendo diversos estudios científicos, la Comisión Europea estimó que las emisiones de contaminantes atmosféricos de los barcos causan anualmente en la UE 50.000 muertes prematuras y 60.000 millones de euros en costes de salud. Pero la creciente participación en la economía de la industria del transporte marítimo contribuye a omitir el debate público sobre estas cuestiones.

La solución está en la puerta

Como en tantos otros campos ya hay diversas alternativas disponibles (tecnológicas y operativas) para encontrar la solución. Más Azul ha hecho de su detección, uno de sus aportes informativos para acrecentar la esperanza.

A los cambios de combustible, mejoras tecnológicas en los motores, reducción de velocidad, reducción de contaminación en puertos, tecnología de hidrógeno, etc. se agregan innovaciones trascendentales como los grandes navíos a energía solar y eólica, que ya han pasado la fase de experimentación y algunos de los cuales actualmente navegan.

Pero, con la discrecionalidad e impunidad de la que ha gozado, el sector no parece dispuesto a hacer voluntariamente ningún cambio. Es necesario, por tanto, que desde la ciudadanía se aliente a los gobiernos para que intervengan e impongan normas de cero emisiones de cumplimiento obligatorio.

El turismo del “fin del mundo”

Hasta comienzos de los ’80 apenas unos cientos de turistas visitaban la Antártida. El incremento de las actividades turísticas se expande a principios de la década de los ’90 para volverse explosiva en los últimos años, tanto en número de turistas, sitios visitados y frecuencia de desembarcos.

La Antártida tuvo en el verano austral 2018-2019 más de 80.000 visitantes (unos 56.000 en cruceros; 18.000 pasaran barcos de gran porte, sin descender; unos 5.000 en viajes combinados aéreo-marítimo y el resto en yates o en sobrevuelos aéreos). El 98% parte desde el extremo sur de América.

Más del 90% de las actividades turísticas en el ‘continente blanco’ se realiza a través de cruceros, siendo mínimo el turismo aéreo y en ambos casos, más del 80% de la actividad recala en el puerto de Ushuaia, capital de Tierra del Fuego. Hasta la parálisis del coronavirus, la tendencia prevista era a un fuerte incremento.

El continente antártico alberga cuatro quintas partes del agua dulce del planeta. El interés que despierta una vivencia extrema y muchas veces, la preocupación por el medioambiente de algunos turistas, está tropezando con la “capacidad de carga”, es decir el límite del impacto humano que un ambiente frágil, como la Antártida, puede soportar.

Un estudio realizado por la Fundación Abertis de España determinó que las emisiones del “turista antártico son de 4,39 toneladas de CO2 y la cantidad de residuos por pasajero de 3,5 kgs”. A ello deben agregarse 300 litros de aguas grises, 40 litros de aguas negras, y 10 litros de agua de sentina; todas altamente contaminantes.

La “capacidad de carga” del impacto humano sobre un ambiente frágil, como la Antártida, se ha sobrepasado.

Pero las alarmas no concluyen allí: la navegación de los cruceros arrastra en sus cascos flora y la fauna de los puertos en los que recala, introduciendo en la Antártida graves alteraciones. A ello se suma el peligro de los ocasionales derrames de petróleo y accidentes navales como ya han ocurrido. Todo en un contexto de deficiente aplicación de los protocolos marítimos sobre la poderosa industria de los cruceros.

La Tierra del Fuego vive la contradicción de celebrar los recursos económicos que trae el turismo mientras es testigo de los deterioros ambientales que acarrea.

Lo cierto es que el hielo se ha convertido en una de las principales atracciones de los cruceros. La voracidad del negocio ha provocado que predomine en el sector, la concepción de “viaje de lujo” y se  construyan nuevos barcos que poseen helicópteros y submarinos para permitir a los pasajeros disfrutar de paisajes inaccesibles y “contemplar” los efectos del cambio climático.

La línea australiana Scenic planeaba la construcción de 10 nuevos barcos de expedición adicionales, ocho de clase polar; Crystal Cruises, otros 13 barcos de expedición adicionales en 2021 y Carnival Corp. poner en acción su Seabourn Venture, el primer barco de clase polar ultra lujoso, con bicicletas de montaña, kayaks y 24 Zodiacs para una exploración del territorio polar. Hasta el derrumbe que le ha provocado la pandemia, el sector esperaba que su actividad antártica creciera un 44%.

Sumemos petróleo, gas, pesca, transporte y turismo y tendremos las distintas facetas de un cuadro insostenible de problemas que aquejan a uno de los últimos grandes reservorios de biodiversidad marina: los mares del sur argentino.

Como reclama Vueso, “los océanos necesitan ser protegidos con urgencia. La falta de control y regulación de las aguas internacionales les permite a las pesqueras saquear y vulnerar el Atlántico Sur, dejando al océano al borde del colapso (…) Se hace necesario que los gobiernos del mundo acuerden en la ONU un tratado global por los océanos para proteger a la vida marina a través de la creación de una red de santuarios”.