14 nov 2020

Cada vez son más evidentes los impactos desastrosos del cambio climático. Estamos concluyendo un año que nos ha dado sobradas muestras de los efectos demoledores de un modelo de producción y consumo absolutamente insostenible, que pone en riesgo nuestra supervivencia como especie.

La pandemia, como advirtió Naciones Unidas, ha sido una feroz “advertencia de la naturaleza”. Pese a ciertas ‘frivolidades mediáticas’ que celebraban aguas más cristalinas, aires más puros y animales paseando felices por las ciudades sin humanos, “el covid-19 de ninguna manera tiene un lado positivo para el medio ambiente”, como escribiera Inger Andersen, directora del programa ambiental de la ONU. “Los impactos positivos visibles, ya sea la mejora de la calidad del aire o la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, no son más que temporales, ya que se deben a la trágica desaceleración económica y al sufrimiento humano”.

La pandemia, ha sido una feroz “advertencia de la naturaleza” (PNUMA).

Pero el 2020 nos ha hecho dolorosos recordatorios de los efectos del cambio climático: incendios, huracanes y tormentas tropicales se multiplicaron. El aumento de la temperatura batió records de intensidad. La pérdida de biodiversidad en el planeta parece irrefrenable.

Centroamérica pagó en noviembre con destrucción de vidas, cosechas e infraestructuras el paso de los huracanes Iota y Eta. Pero miremos un poco más atrás.

Una imagen de Satélite de la NASA muestra al devastador huracán Iota tocando tierra en Centroamérica.

A principios del año, incendios arrasan más de diez millones de hectáreas y millones de animales en Australia; en marzo el brote de Covid-19 es reconocido por la OMS como una pandemia que lleva 59 millones de contagiados y 1,4 millones de muertos; en abril más de 12 millones de personas en siete países de África fueron afectadas por una monstruosa plaga de langostas (150 millones de langostas por kilómetro cuadrado según FAO); en julio los preocupantes índices del calentamiento global, provocaron incendios de bosques en Ucrania y el Ártico ruso, con riesgo de descomposición del permafrost y la liberación de metano a la atmósfera debido a las altas temperaturas; el derretimiento del suelo trajo como consecuencia el colapso en una planta de energía cerca de la ciudad siberiana de Norilsk y el vertido de 20.000 toneladas de diesel en el Círculo Polar Ártico.

Pero eso no fue todo: en agosto y septiembre el oeste de EEUU fue arrasado por una serie de importantes incendios forestales en California, Oregón y Washington, con 20.000 km² quemados, la mayor superficie jamás registrada en  una temporada de incendios; en el mismo mes se verificó el récord mundial de calor en el Valle de la Muerte, California con 54 grados!; en noviembre una serie de temporales e inundaciones arrasaron con el este de la Península ibérica afectando a seis comunidades con importantes daños y en Filipinas, el tifón Vamco obligó a la evacuación de 300.000 personas, provocando cuantiosas pérdidas materiales y un número de muertes y desapariciones, mientras el tifón Goni hacia lo mismo en Vietnam.

En un informe del mes de octubre, publicado por Naciones Unidas a propósito del ‘Día Internacional para la Reducción del Riesgo de Desastres’, se advierte que ha habido un aumento dramático en los eventos climáticos extremos en los últimos 20 años con altos costos humanos y económicos a nivel global.

Se trata de una tendencia en expansión: se registraron 7.348 grandes desastres en todo el mundo, que cobraron 1,23 millones de vidas (sin contar las del Covid-19), afectaron a otras 4.200 millones de personas y provocaron pérdidas económicas de 2,97 billones de dólares en las últimas dos décadas.

Asia es la región más afectada: ocho de los 10 países más afectado pertenecen a ese continente. Entre 2000 y 2019, el mayor número de desastres naturales afectó a China (577) y EEUU (467) seguidos por India (321), Filipinas (304) e Indonesia (278).

“Las olas de calor serán nuestro mayor desafío en los próximos 10 años, especialmente en los países pobres”, señala Debarati Guha-Sapir, epidemióloga india y directora del Centro de Investigación de la Epidemiología de los Desastres de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica). “Si este nivel de crecimiento de los fenómenos meteorológicos extremos continúa durante los próximos 20 años, el futuro de la humanidad parece muy sombrío”.

En el Informe Perspectivas de la Biodiversidad Global, la ONU mostró que los Estados no estaban cumpliendo sus compromisos para proteger la biodiversidad y que la humanidad solo tiene pocos años para evitar una sexta extinción masiva.

Expertos y científicos de todo el mundo no dudan de la aceleración del proceso del cambio climático y de cómo se cierra la ventana de tiempo que tenemos para mitigar sus efectos.

Y entonces surge la pregunta del inicio: ¿Qué puedo aportar?

TU ARMA, EL CONSUMO

Hay tres grandes industrias contaminantes: la industria de los combustibles fósiles; la textil y la de los alimentos.

Curiosamente en cada una de los tres grandes sectores que están contaminando el Planeta, nosotros como consumidores tenemos mucho para decir.

Sin embargo pocos ponen el acento en la herramienta del consumo para lograr que los efectos nocivos del cambio climático puedan ser fácilmente reversibles. La pandemia, con su brusco confinamiento obligó a retraer el consumo y las consecuencias –temporales pero benéficas a modo de ejemplo– se vieron de inmediato.

Porqué no reducir entonces –ahora por una decisión autónoma y consciente– nuestro demencial consumismo y lograr los perentorios resultados que necesitamos para evitar la catástrofe. Está en nuestras manos.

Los recursos naturales (materias primas, agua, tierra fértil, energía y biodiversidad) constituyen el basamento de nuestra vida en la Tierra. Todas las cosas que utilizamos –los alimentos que consumimos, la ropa que vestimos y la energía que usamos para transportarnos, iluminarnos y producir– provienen recursos naturales, sometidos en general a un proceso de transformación a través de la industria.

El Banco Mundial estima que esa ‘voracidad de recursos naturales’ se traduce en una media de 60.000 millones de toneladas de materias primas al año (50% más que hace 30 años), lo que ha generado gravísimas consecuencias sociales y ambientales.

Hemos llegado al punto de exceder la “huella ecológica”, es decir que la demanda de recursos a nivel mundial supera la capacidad de producción natural de la Tierra y nos encaminamos, de continuar este modelo, a necesitar tres Planetas para atender el consumo de una población mundial estimada en 9.600 millones de personas para el año 2050.

El problema es que hemos multiplicado de manera irracional nuestro consumo. Y lo hemos hecho “comprando” el canto de sirenas de un marketing inescrupuloso impulsado por una industria que tiene como único objetivo la producción de dinero. Sería bueno recordar que Aristóteles enseñaba 300 años a.C que “la acumulación de dinero en sí es una actividad contra natura que deshumaniza a quienes se dedican a ello”. El cambio climático ha venido a demostrar el acierto de aquella enseñanza aristotélica.

Combustibles fósiles

La gran industria contaminante –la mayor y más peligrosa– es la de los combustibles fósiles (petróleo, gas, carbón). Su uso provoca la mayor emisión de dióxido de carbono cuya concentración se ha duplicado en el último siglo, provocando un incremento de temperatura o calentamiento global cuya consecuencia más peligrosa es el cambio climático.

Los combustibles fósiles causan la mayor emisión de CO2 cuya concentración se ha duplicado en el último siglo.

En los tres mayores usos de los combustibles fósiles (energía eléctrica, combustibles para el transporte y producción de plásticos) los consumidores tenemos una potente herramienta en nuestras manos, nuestro consumo puede cambiarlo todo.

Avanzar y favorecer la utilización de energía eléctrica procedente de energías renovables, hacer un uso más racional y eficiente de nuestra movilidad (más transporte público o compartido, menos uso del vehículo personal) mientras se consolida el transporte eléctrico y la eliminación y combate al uso demencial del plástico (solo en la UE se consumen más de 100.000 millones de bolsas de plástico de las que se recicla apenas un 7%), son aportes que cada consumidor puede hacer para frenar el cambio climático.

Suprimir el uso de combustibles fósiles supondría beneficios extraordinarios: menores emisiones de CO2; eliminación de las emisiones atmosféricas locales que hoy causan graves problemas de salud pública (4,5 millones de muertes anuales); menor consumo energético; reducción del ruido urbano causado por los automotores; el ahorro 8.000 millones de dólares diarios que el mundo paga para asumir los costes sanitarios y una menor esperanza de vida que provoca la quema de combustibles fósiles.

Textil y moda

En la industria textil y de la moda pasamos de producir dos temporadas por año a 104 mini-colecciones (dos por semana) lo que nos ha llevado a generar 80.000 millones de prendas al año, consumir 4 veces más que en los ’90 y tirar una media de 7 kgs. de ropa al año a la basura.

Omitimos o ignoramos que parte de la indumentaria que consumimos tiene componentes tóxicos (en su elaboración se utilizan 100.000 químicos sintéticos) y que un 70% de la que descartamos por desuso más los desechos de la industria terminan en el mar como basura.

Abandonar el modelo de consumo de ropa de usar y tirar, dejar de comprar compulsivamente y postergar la renovación del vestuario un par de años significaría contribuir a reducir tus emisiones de CO2 en un 24%, más ahorrar agua y materias primas, reducir la cantidad de químicos y los pesticidas en nuestros mares y ríos, recortar el uso de energía y por tanto, de combustibles fósiles limitar el impacto de la industria textil en el planeta y ahorrar tu dinero.

Alimentos

En la industria de los alimentos pasa otro tanto. Los productos animales (carne, lácteos, enlatados y pescado de piscifactoría) son los que generan más emisiones contaminantes al medio ambiente. El incremento del consumo de carne, multiplicó la ganadería industrial lo que ha traído como consecuencia la deforestación de bosques y selvas para la expansión de la frontera agropecuaria.

Otro tanto sucede con la soja. Su expansión, en especial para la alimentación del ganado es de un enorme daño ambiental ya que genera degradación de suelos, aumento de agro-tóxicos con la consiguiente  contaminación de ríos y acuíferos y deforestación para obtener nuevas tierras. El cultivo intensivo se ha constituido en una verdadera amenaza para los bosques y la biodiversidad.

La soledad urbana es un serio problema de salud pública. El Reino Unido creó en 2018 un Ministerio de la Soledad.

La plantación de soja experimenta un crecimiento imparable, vinculado a la presión que ejerce la expansión de la industria cárnica y láctea en el mundo, ya que esta leguminosa –por su alto contenido en aceite y proteína– resulta ideal para el pienso de animales destinados a producir carne, leche, huevos, además de otros productos.

Hace más de una década que el IPCC de Naciones Unidas publicó un informe sobre el uso de la tierra, avalado por un centenar de científicos reconocidos, donde se advertía que el elevado consumo de carne vacuna y productos lácteos, afectaba el cambio climático.

Para FAO, la ganadería (en especial la intensiva) genera un 14,5 % de los gases contaminantes emitidos cada año y el desperdicio alimentario –que implica 1.000 millones de dólares tirados a la basura– es responsable de otro 8 % de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Si se incorpora la contaminación generada por la cadena completa (procesado, transporte, conservación, gestión de residuos), la producción de GEI puede constituir el 20 a 30% de la emisión global.

Hace dos años atrás, un estudio de Joseph Poore (Oxford University) y Thomas Necemk (Agroscope) (“Reducing food’s environmental impacts through producers and consumers”, Science 2018) mostraba que la actual cadena de suministro de alimentos crea 13.700 millones de Tn3 de dióxido de carbono equivalente (CO2eq), el 26% de las emisiones antropogénicas de GEI. Otros 2.800 millones de Tn3 de CO2eq (5%) son causadas por la agricultura no alimentaria y otras causas de la deforestación.

Según los autores, la producción de alimentos genera 32% de la acidificación terrestre global y 78% de la eutrofización (grave contaminación de las aguas por exceso de nutrientes), reduciendo la biodiversidad y la resiliencia ecológica.

Además el sistema agrícola actual es increíblemente intensivo en recursos: ocupa 43% de la tierra libre de hielo y desierto del mundo (87% en alimentos y 13% para biocombustibles, cultivos textiles y usos no alimentarios como lana y cuero).

Para los investigadores, 2/3 de las extracciones de agua dulce son para un riego que devuelve menos agua a los ríos y napas subterráneas que los usos industriales y municipales y tiene una importante incidencia en la escasez de agua en determinadas zonas y épocas del año. (Ver Más Azul n° 6, marzo 2020, “Chile, una segunda Australia?”).

En síntesis, la explotación agrícola representa el 61% de las emisiones de GEI de los alimentos (81% si incluimos la deforestación), el 79% de la acidificación y el 95% de la eutrofización.

A ello hay que agregar que la ganadería utiliza el 30% de la superficie terrestre del planeta (FAO) y ocupa un tercio de toda la superficie cultivable, destinada a producir forraje. Si quisiéramos obtener la misma cantidad de proteínas pero de origen vegetal, necesitaríamos cuatro veces menos superficie.

A la irracionalidad del actual consumo de estos alimentos (carne y leche) de origen animal hay que agregar la deforestación citada (70% de los bosques que han desaparecido en el Amazonas se han dedicado a pastizales ganaderos), el enorme volumen de agua potable que utiliza y el uso intensivo de antibióticos, lo que acarrea una creciente ineficacia de los mismos en humanos y animales.

La producción de carne se disparó. Es hoy casi cinco veces mayor que a principios de la década de los 60: pasó de 70 millones tns. a 330 millones tns. en 2019. La explicación no es el aumento de la  población mundial que se duplicó, sino el incremento de los ingresos (se han más que triplicado en medio siglo) y el ascenso de nuevas clases medias en muchos países.

En Occidente, el consumo de carne oscila desde 100 kgs persona/año (EEUU, Australia, Nueva Zelanda y Argentina) a 80 o 90 kgs en Europa occidental. En China el consumo ha ascendido vertiginosamente pasando de unos 5 kgs (1960) a unos 60 kgs/año en la actualidad. India, con la segunda población mundial, mantiene bajos niveles de consumo de carne (unos 5 kgs año) y en África es diez veces menor que el promedio europeo (Etiopia 7 kg, Ruanda 8 kg. Nigeria de 9 kg).

La OMS adelantó en 2015 que el exceso de consumo de carne, en especial la procesada, puede derivar en serios problemas de salud. Los efectos de su consumo sobre el Planeta y sobre la salud humana han hecho que también la FAO recomiende  a los gobiernos proveer asesoramiento nutricional a sus ciudadanos para que adopten una dieta con mayor proporción de vegetales.

Con relación a la pesca, el consumismo voraz ha puesto a los mares al borde del colapso de algunas especies de gran aceptación (anchoa, sardina, bacalao, arenque, merluza, ballena, tiburón). La producción ronda las 180 millones de toneladas de pescado (2019), del que casi el 90% es utilizado para consumo humano directo, es decir unos 20,5 kgs de consumo mundial per cápita año.

FAO prevé que para 2030, el consumo total de pescado aumente en todas las regiones del mundo, con un gran crecimiento proyectado en América Latina (+33%), África (+37%), Oceanía (+28%) y Asia (+ 20%), lo que supondría un duro impacto para la salud de los océanos.

FAO prevé que para 2030, el consumo total de pescado aumente en todas las regiones del mundo entre 20 y 37%.

La acuicultura (crianza de especies acuáticas de agua dulce o salada) representa el 46% de la producción total. Podría ser una solución sostenible pero solo en caso de peces herbívoros, omnívoros o que se alimentan de desechos, porque la producción de carnívoros exige una provisión de peces que seguiría atentando contra la sostenibilidad del mar.

En este sector también el consumidor tiene la clave, si somos capaces de consumir solo especies sostenibles y limitar el consumo de aquellas en peligro aunque estemos acostumbrados a ellas.

Un audaz y valiente cambio en nuestro consumo permitiría contribuir a frenar el cambio climático, cuidar el futuro de nuestro entorno y hacer un legado a las futuras generaciones.