Predomina la carne pero las dietas ricas en vegetales se expanden

01 sep 2021

Unos 880 millones de seres humanos padecen hambre y 3.000 millones no poseen recursos como para permitirse una dieta saludable. Las dietas de la mayoría en países pobres, está marcada por el alto consumo de alimentos con almidón, que aporta energía pero carece de los nutrientes necesarios para una vida saludable.

Venta callejera de verduras en Rajasthan, India.

Mientras tanto, la otra mitad de los humanos consume alimentos más allá de sus necesidades. Al punto que el desperdicio anual de alimentos en todas sus formas, alcanzan el billón de dólares!!! (unos u$s 680.000 millones en los países industrializados y otros u$s 310.000 millones en los países en desarrollo). Lo que significa que unos 1.300 millones de toneladas anuales de alimentos –un tercio de lo producido en el mundo para consumo humano– se pierden, se tiran o se desperdician.

Unos 1.100 millones corresponden a hortalizas, raíces y tubérculos (40-50% de las raíces, frutas y hortalizas; 30% de los cereales; 20% de oleaginosas) y algo más de 175 millones de toneladas corresponde al desperdicio mundial de alimentos de origen animal (20% de carne y productos lácteos; 35% del pescado). La mayor parte de todo este desperdicio sucede a proporciones semejantes, tanto durante la producción como en los hogares durante el consumo.

A ese despilfarro se suma que buena parte de los alimentos que consumimos no son saludables debido al proceso de industrialización y a los aportes de sal, azúcares y aditivos que los fabricantes incorporan para mejorar el sabor y la conservación. (Ver Más Azul n° 21, junio 2021, “Dos tercios de los productos de Nestlé atentan contra la salud”).)

Un estudio de la Universidad de Oxford, titulado “The global impacts of food production” estima que un 25% de las emisiones anuales de gases de efecto invernadero, provienen del sector de la alimentación, de las cuales más de la mitad (58% corresponde a productos animales, y a su vez, una mitad de las mismas a la producción de carne bovina y ovina). Ello sin contar el impacto del transporte y la energía requeridos para su elaboración, lo que significa una enorme huella ecológica final.

Sin duda la quema de combustibles fósiles (transporte y producción de energía) encabeza las emisiones y la contaminación mundial, pero le siguen la agricultura y la ganadería. Por eso, Naciones Unidas insiste en la importancia del uso sustentable de los recursos naturales y del medio ambiente y en la necesidad de moderar el consumo, reducir el desperdicio alimentario e introducir cambios en nuestra dieta hacia una alimentación más natural y basada en vegetales y menos carne.

Ya en la COP25 de Madrid, se puso de manifiesto –en una mesa redonda sobre emisiones GEI en los sectores agrícola y ganadero– la importancia de avanzar en esos tres aspectos.

La producción agro-ganadera implica un uso intensivo del suelo, en especial para cubrir la demanda alimentaria de la ganadería y, a su vez, para atender la propia expansión de la ocupación animal, que se traduce en deforestación, pérdida de hábitats, reducción de la biodiversidad y la posibilidad de incrementar la transmisión de enfermedades zoonóticas (como la Covid-19).

A ello hay que agregar el enorme desperdicio alimentario (un tercio del total) que asimismo entraña el despilfarro de todos los recursos utilizados para obtenerlos. (Ver Más Azul n° 5, febrero 2021 “Desperdicio de comida un billón de dólares tirado a la basura” y n° 22, julio 2021, “Tres mil millones de personas no pueden permitirse una dieta saludable”).)

Por su parte, el consumo de alimentos muestra un crecimiento desbocado en todo el mundo, en especial de alimentos de origen animal, acompañando la expansión global de las clases medias de las últimas décadas. Pese a la pandemia, las perspectivas de la producción y consumo mundial de carne bovina son al alza: en plena retracción mundial, las exportaciones mundiales de carne crecieron un 6,8% en 2020.

Es el aumento anual más rápido desde 2012, registrándose importantes incrementos de producción en EEUU, Brasil, India, México, Canadá, Argentina y Federación de Rusia, empujados por el notable crecimiento de la demanda.

Se prevé que en los próximos diez años, el consumo de carne bovina se elevará a 76 millones de toneladas a nivel mundial y representará 16% del aumento total del consumo de esta proteína, según las Perspectivas Agrícolas OCDE-FAO 2020-2029.

Se prevé que el consumo de carne bovina en 10 años se elevará a 76 millones de toneladas a nivel mundial.

Ese incremento no solo no es saludable para el consumo humano sino que contribuye a agravar el cambio climático. Por ese motivo, científicos del IPCC, especialistas en nutrición y muchos gobiernos están favoreciendo la incorporación de dietas ricas en vegetales por sus múltiples beneficios (efectos sobre el clima, disminución del consumo de agua, reducción de la deforestación, mayor disponibilidad de tierras de cultivo para otros usos y reducción de enfermedades crónicas como afecciones cardíacas, accidentes cerebro-vasculares, diabetes y cáncer).

Un dato sorprendente es el que aporta el estudio “Food system impacts biodiversity loss”, realizado por un grupo de investigadores (Prof. Tim Benton, Dra. Helen Harwatt,  Laura Wellesley y ots.) de Chatham House o Instituto Real de Asuntos Internacionales (Londres). Publicado a comienzos de este año, con el apoyo del PNUMA, asegura que un cambio global hacia dietas ricas en vegetales permitiría liberar tres cuartas partes de las tierras de cultivo del mundo!!!.

Para ejemplificar la irracionalidad del sistema alimentario actual hay que recordar que solo la tierra utilizada para producir alimentos vegetales o animales que luego se desperdician, insume unos 400 millones de hectáreas.

El desperdicio alimentario supone un pésimo uso de los recursos escasos que el Planeta enfrenta, cuya producción conlleva una huella hídrica, un aumento de la tierra cultivable y una emisión de gases de efecto invernadero.

En un estudio, FAO señala la importancia de lograr una reducción total del desperdicio de alimentos ya que permitiría reducir un 23% las emisiones totales de GEI provenientes de la agro-ganadería (16% los desperdicios vegetales y 7% los de origen animal).

Qué podemos aportar?

Si tomamos conciencia de la importancia de reducir la huella ecológica de nuestra alimentación, podemos realizar cinco aportes notables:

1. Reducir el consumo de carne a favor de los vegetales, ya que para producir un kilo de carne se utilizan muchos más recursos que los que se requiere para producir un kilo de vegetales. Un solo kilo de carne vacuna implica gastar 15.000 litros de agua, contra diez veces menos para obtener un kilo de trigo (1.500 litros). En un mundo que padece una creciente escasez de agua, deberíamos tomar conciencia que una dieta vegetariana reduciría el gasto de agua en un 36%. Mientras el consumo de carne siga en los niveles actuales (en realidad aumenta) el acceso garantizado al agua es un objetivo que parece cada vez más utópico. A ello hay que agregar los efectos de la ganadería sobre la contaminación de las napas. La producción de cerdos genera quince veces más excrementos que carne y los nitratos de sus desperdicios son responsables de su contaminación.

2. Consumir más alimentos frescos. Otro aporte significativo para reducir la huella ecológica de nuestra alimentación es el consumo de más alimentos frescos y reducir nuestra compra de alimentos procesados. No solo está demostrado que una parte de lo que genera la industria alimenticia no es saludable sino que, en muchos casos, atenta directamente contra nuestra salud, como lo reconociera el gigante Nestlé en una comunicación reserva a sus directivos y que se filtró inesperadamente. Fuera de esa situación (frecuente y silenciada por el lobby empresario) cada caloría que está presente en un producto industrializado ha consumido otras 10 calorías de petróleo en su procesamiento, conservación, envasado y transporte. La compra de productos industrializados no solo incrementa la huella de carbono de nuestra dieta sino que implica aumentar notablemente nuestro gasto ya que estamos pagando todas esas calorías extras que no aprovechamos para alimentarnos. Inclinarnos hacia una dieta basada en una mayoría de productos frescos constituye un triple aporte: a nuestra salud, al cambio climático y a nuestro bolsillo.

El consumo de productos de lejanía o importados implican un impacto ambiental elevado.

3. Consumir alimentos de proximidad. El consumo de productos de lejanía o importados implican un impacto ambiental elevado. Las condiciones de embalaje de los alimentos para soportar largas distancias, el manejo portuario, el transporte marítimo, aéreo y terrestre se agregan a lo que ya es una compleja trama logística local para que llegue a nuestra mesa. Con el consumo de productos de cercanía podemos reducir la huella ecológica de una forma eficaz y simple. No significa que dejemos de consumir algunos productos importados imprescindibles o que son de nuestra preferencia, pero con su drástica reducción estaremos disminuyendo la emisión de CO2 a la atmósfera y muchas veces posibilitando que productos similares sean desarrollados por la industria local.

4. Comprar productos a granel. Se trata de un cambio muy significativo en nuestra forma de consumo. No solo es una forma de abaratar nuestro presupuesto alimentario sino que supone reducir los costes energéticos vinculados a la producción envases (plásticos, cartón, etc.) y la cantidad de residuos que terminan en los vertederos. Pero además implica una cierta planificación que permite racionalizar nuestro consumo y ‘esquivar’ la propensión a la compra compulsiva que propone el marketing de las grandes superficies. Pocos aportes podríamos hacer de mayor significación que la reducción del exceso de envases. Hoy no son una temible fuente de degradación ambiental en ríos, lagos y océanos sino que pueblan en Planeta de basurales a cielo abierto. Los envases de comida representan casi dos tercios del valor mismo de la comida. Una muestra más de la irracionalidad de nuestro sistema.

5. Consumir alimentos de temporada. Los productos de temporada conservan mejor sus propiedades nutricionales, el sabor y sus aromas. Son mucho más sanos ya que maduran completando su ciclo natural. Su cultivo no ha sido forzado ni llevan meses cámaras de frío que les restan jugosidad, sabor y nutrientes. Además contribuyen a reducir la huella ecológica alimentaria y reducir las emisiones. Nos hemos acostumbrado a tener al alcance un gran número de frutas y verduras fuera de su temporada natural, gracias a la producción en invernadero o a la importación de terceros países. En ambos casos, se requiere más consumo de energía y por tanto, más emisiones de CO2. Para producir es necesario invertir más recursos e insumos, perdiendo nuestro contacto con los ciclos de la naturaleza. Todos tenemos la experiencia de consumir un tomate de huerta en pleno verano y descubrir que tiene “gusto a tomate”. Recuperar nuestro vínculo con la naturaleza es parte del cambio que debemos realizar si queremos aportar nuestro granito de arena al Planeta.

Hacia un nuevo tiempo

Nos encaminamos hacia un nuevo tiempo que reconfigurará de manera profunda el mundo que conocemos. Asoma una extraordinaria transformación tecnológica, política, económica y cultural que implicará un cambio en nuestra conciencia planetaria. El futuro plantea enormes desafíos pero también nos abre fantásticas oportunidades.

Y todo será alcanzado por ese cambio disruptivo. Deberemos ser capaces de repensar el mundo. A pocas generaciones en la humanidad les ha tocado semejante privilegio y desafío. Nuestras instituciones, las ideologías que las sostienen, la concepción de ‘naciones’, nuestras relaciones públicas y privadas, todo está en entredicho y deberá ser revisado.

Esa inmensa tarea incluye repensar y reparar nuestro vínculo con la naturaleza, lo que implica la asunción (olvidada y despreciada con una gran soberbia) de nuestra pertenencia a ella. Reconectar –como lo hacía el hombre primitivo con los bosques– con una visión casi religiosa de esta maravillosa y maltratada “casa común” que es la Tierra, el lugar donde vivimos.

Ello supone asumir un nuevo paradigma: nuestra conducta y nuestra responsabilidad estarán determinados por la suerte común de todos los humanos. No somos individuos aislados, voluntades omnímodas y caprichosas, sino seres que conviven fraternalmente con sus iguales.

La noción del beneficio individual ha construido este sistema irracional de explotación de los recursos comunes al servicio de un grupo de apropiadores por la fuerza. Aunque esa apropiación hoy se revista de maneras en apariencia “más civilizadas” no deja de ser la misma del saqueo durante siglos, de las riquezas de América Latina, Asia y África –esclavitud y masacres incluidas– y que nos ha traído hasta este desastre climático y ambiental.

En ese contexto es que Naciones Unidas insiste en que es necesario que cambiemos la forma en que consumimos si queremos sobrevivir. Ello incluye nuestra dieta para que reduzcamos el consumo de carne y de lácteos e incrementemos el consumo de vegetales. No es un reclamo caprichoso. Un estudio de la Universidad de Oxford señala que las dietas vegetales implican generar la mitad de emisiones de dióxido de carbono que las dietas basadas en carne roja.

Hoy el problema no es el consumo sino el sobreconsumo. Según FAO, en los últimos 50 años, el mundo pasó de consumir 70 millones de toneladas de carne a 330 millones de tn. anuales, casi cinco veces más.

Ese enorme incremento tiene un impacto negativo sobre el Planeta: casi un 15% de los gases de efecto invernadero provienen de la producción e industria ganadera global. Y las previsiones para 2050 prevén una duplicación de ese impacto si la tendencia continuara.

Como ya advirtiera la reconocida nutricionista estadounidense Sharon Palmer, editora de Environmental Nutrition):“No se trata de suprimir la carne de la dieta humana sino de advertir que, si todo el mundo, que sigue creciendo, come más como nosotros (los occidentales), los impactos serán asombrosos y el planeta simplemente no puede resistirlo” (Ver Más Azul n° 1, oct 2019, “Cambiar nuestra dieta”).

La advertencia parece clara: mantener un Planeta más saludable va a requerir un cambio hacia dietas más basadas en el consumo de vegetales, mejorar las prácticas y tecnologías agrícolas para hacer sostenibles los suelos y reducir al menos a la mitad la escandalosa pérdida y desperdicio de alimentos.