A propósito del Día Internacional de la Paz

 

Antonio López Crespo

Director

10 sep 2022

Casi todos los conflictos en el mundo, están vinculados de manera expresa o solapada, a la explotación de recursos naturales, llámense petróleo, agua, tierras fértiles, oro, diamantes, minerales estratégicos, etc. En la puja por el dominio de espacios territoriales de importancia geopolítica también subyace la pretensión de hegemonía sobre recursos vitales presentes en la naturaleza. Por tanto, paz y medio ambiente son conceptos profundamente interrelacionados.

La industria petrolera usa ‘cínicamente’ la guerra en Ucrania para su beneficio y para frenar la lucha climática.

Como señala Naciones Unidas, “con demasiada frecuencia, el medio ambiente se encuentra entre las víctimas de la guerra a través de actos deliberados de destrucción o daños colaterales, o porque durante los conflictos los gobiernos dejan de controlar y administrar los recursos naturales. El aumento de las temperaturas debido al cambio climático amenaza con amplificar aún más el estrés y las tensiones ambientales”.

Una guerra a medida

Esa afirmación ha sido corroborada dramáticamente a comienzos de este año 2022, cuando a las secuelas de la pandemia, se ha sumado un irracional conflicto bélico en suelo europeo. Con lucidez, el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, acusó en abril “a la industria de usar ‘cínicamente’ la guerra en Ucrania para proteger los combustibles fósiles y frenar la transición a una economía baja en emisiones”.

“Si se observa la guerra en Ucrania, el conflicto demuestra lo importante que habría sido si, en las últimas décadas, hubiéramos invertido de forma masiva en energías renovables”, lamenta Guterres. “Si eso hubiera sucedido, no estaríamos hoy a merced de la industria de los combustibles fósiles, con precios que son extremadamente altos, como sabe, y que socavan la calidad de vida de la gente, y minan la situación de muchos países en desarrollo. Así que, si algo demuestra la guerra en Ucrania, es que tenemos que acelerar la transición ecológica, lo que significa que tenemos que luchar contra el cambio climático de manera mucho más eficaz”.

El mundo vive un momento histórico de reconfiguración del orden geopolítico global mundial que exige que seamos capaces de una reflexión profunda, sin preconceptos ni rutinas mentales, haciendo un ejercicio de libertad sobre qué modelo de producción, consumo y convivencia hemos elegido o tolerado, y cuál es el mundo en el que nos merecemos vivir.

Tuvimos una oportunidad. Con luces y sombras, la globalización ha sido una extraordinaria experiencia de convergencia mundial hacia la construcción de una sociedad planetaria, basada en el esquema de cooperación y beneficio común. Ganar-ganar no es solo un enfoque de marketing sino una estrategia avanzada de resolución de conflictos.

Era un primer paso hacia la construcción de sociedades más modernas, integradas, que facilitaban y potenciaban las comunicaciones globales, profundizando un intercambio cultural y lingüístico. Un creciente movimiento libre de mercancías operaba hacia una paulatina desaparición de las fronteras económicas –que han sido el origen de enormes tragedias en la historia de la humanidad– mientras se extendían los valores democráticos y las libertades civiles recogidos y promovidos por Naciones Unidas.

Avanzar hacia una sociedad planetaria no supone enervar las soberanías nacionales sino entenderlas como elementos complementarios, concurrentes y colaborativos, en la conciencia de pertenecer a una “casa común”: el Planeta. Los avances tecnológicos y la crisis climática nos han reiterado ese destino común.

Tuvieron que ser dos excepcionales mujeres las que nos lo recordaran hace años: Rachel Carsen, una bióloga marina, pionera de la lucha medioambiental, hablaba del mar como “esa gran madre de vida de la que todos venimos” (“The sea around us”, 1951) y la prestigiosa periodista y académica Frances Cairncross  enseñaba que la geografía, las fronteras e incluso el tiempo apenas tienen ya que ver con el mundo hacia el que nos encaminamos (“La muerte de la distancia”, 1998).

Codicia y resistencia al cambio

Un mundo globalizado y multipolar debía multiplicar los rasgos de modernidad, desarrollo y bonanza que parecían definir a los países más desarrollados y mejorar la vida de la ciudadanía global. Pero ha sido frenado por dos pulsiones humanas retrógradas, incapaces de asomarse al futuro: la codicia sin límites, de unos y la resistencia al cambio, de otros.

En los últimos 200 años, los humanos hemos introducido en nuestra relación con el medio ambiente un modelo de producción y consumo que se asienta en una falsa creencia de “progreso y recursos ilimitados” basada en la convicción de que somos los “reyes del universo”, según la cual los recursos naturales están puestos a nuestra disposición. La cultura occidental –soberbia y avasallante– concibió al hombre como el centro de una naturaleza que debía dominar. Éramos sus amos.

Omitimos recordar que somos parte inseparable de ella y que, como enseña la sabiduría primitiva: “Toma solamente lo que necesites y deja la tierra como la encontraste…

La década ‘dorada’ que precedió la crisis financiera de 2008, logró no solo que se iniciara un proceso de convergencia económica entre las economías (desarrolladas, emergentes y en desarrollo) sino que crecieran a niveles sin precedentes el comercio de bienes y servicios y los flujos trasfronterizos de capital.

En menos de un cuarto de siglo, un grupo de países en desarrollo –que suman más del 55% de la población mundial– doblaron su ratio comercio-PIB, se abrieron a la inversión extranjera directa y lograron aumentar su PIB per cápita a un ritmo dos veces superior al de los países ricos. Y pese al crecimiento demográfico, también lograron sacar de la pobreza a millones de personas y reducir además el número de quienes vivían en la pobreza extrema.

En ese contexto histórico, la codicia y avidez de algunos y la desidia e inoperancia de los gobiernos de los países más desarrollados de Occidente, permitió una concentración explosiva del capital, un aumento desenfrenado de los beneficios que eliminaba toda posibilidad de competir y unos niveles obscenos de desigualdad.

Según datos del Índice de Multimillonarios de Bloomberg, Jeff Bezos, el CEO de Amazon, gana u$s 8,56 millones por hora, lo que equivale al salario de 6 a 7 millones de trabajadores de Centroamérica, África o el Sudeste asiático. El mundo hoy padece unos 2668 multimillonarios de ese calibre, unos 550 más que en 2020., que poseen más riqueza que 4.600 millones de personas (60% de la población mundial). Durante la pandemia, su riqueza se incrementó de 3,78 billones de dólares, mientras el 99% de la población mundial veía reducir sus ingresos.

La mitad más pobre de la población mundial posee el 2% del total de la riqueza, mientras el 10% más rico posee el 76%.

La causa es simple: 1. los gobiernos –responsables en teoría del bienestar colectivo– insuflan billones de dólares públicos en subsidios a la industria (combustibles fósiles, agroalimentarias, farmacéuticas, mineras, etc); 2. Por cada dólar de ingreso fiscal colectado en el mundo, solo 4 centavos proceden de impuestos sobre la fortuna y 3. Consienten con altas dosis de complicidad, descontroles que atentan contra la declamada libertad de mercado.

Un reciente fallo de la justicia de EEUU muestra como altos directivos del JP Morgan Bank manipulaban fraudulentamente los precios de las materias primas en el mercado entre 2008 y 2016. La sanción llega después de decenas de “multas” en decenas de procesos contra los grandes bancos mundiales, destinadas a evitar que nadie fuera preso.

Semejante desigualdad e impunidad han generado el desencanto colectivo sobre las posibilidades de una globalización distinta. Soberbia, codicia y una falsa cultura de “progreso y recursos ilimitados” nos han traído hasta aquí. Los “reyes del universo” han convertido a la naturaleza en un paisaje a visitar, olvidando que es nuestra casa y provocando en los últimos 200 años una brutal alteración del medio ambiente.

El incremento de las desigualdades atribuidas al modelo de globalización económica podría haberse evitado. Faltaron regulaciones y controles gubernamentales y sobraron complicidades de los liderazgos políticos.

La segunda pulsión es protagonizada por la resistencia al cambio. Los recalcitrantes defensores de un nacionalismo vetusto y trágico en la historia de la humanidad, vuelven a asomar, alarmados por el temor a cierta pérdida de identidad y soberanía nacional ante una “sociedad de humanos” que avanza en afinidades, saberes, gustos culturales, modas comunes, etc.

El America first de Trump fue el epítome de esa tendencia, con sus ataques a la deslocalización empresaria, al intercambio comercial, desde una trasnochada “resurrección de la industria nacional” y recuperación de una geopolítica hegemónica y belicosa.

Omitimos ver que la globalización, aún con sus defectos, trajo una larga etapa de paz mundial y bonanza económica, que permitió que algunos países hicieran procesos de crecimiento extraordinarios. Hoy vemos que se vuelven a levantar banderas nacionales que pretenden convencernos que la humanidad no está preparada para la cooperación y el win-win. Agobiados por su propio temor a cambiar y por sus miedos, no entienden que las identidades nacionales no son estáticas y siempre han estado evolucionando y reconfigurándose con nuevos aportes externos.

Los efectos multiplicadores de la guerra

Para consolidar la destrucción de toda convivencia, una vez más, la industria de los combustibles fósiles puso en marcha su maquinaria para mantener sus intereses e impedir que la humanidad logre el desarrollo pleno de una energía limpia que evite el colapso climático. Y lo han hecho, desatando una guerra en el corazón de Europa de derivaciones imprevisibles.

Tal como denuncia Naciones Unidas, los datos concretos revelan que los beneficios de la industria de los combustibles fósiles con la guerra en Ucrania son extraordinarios. En las últimas semanas, se conoció que los gigantes energéticos estadounidenses ExxonMobil y Chevron reconocieron ganancias trimestrales récord. En el caso de Exxon llegaron a u$s 17.900 millones, cuando su anterior récord había sido de 2.000 millones.

El grupo francés TotalEnergies también obtuvo enormes beneficios, doblando su beneficio en el segundo trimestre de este año, obteniendo u$s 5.600 millones, frente a los 2.100 del mismo período del año pasado. Shell multiplicó por cinco su beneficio neto en el segundo trimestre, hasta los u$s 11.300 millones. BP admitió un aumento de beneficios por u$s 8.500 millones, el triple que el mismo período del año anterior y su mayor beneficio trimestral en 14 años!!.

Beneficios petroleros segundo trimestre 2022 en % - Gráfico: DW s obre datos agencias internacionales.

Rusia también se benefició: solo en los primeros 100 días de la guerra, recaudó unos u$s 97.000 millones  –casi 1.000 millones de dólares diarios– en exportaciones de combustibles fósiles. En los dos primeros meses de guerra, Europa le compró petróleo, carbón y gas por u$s 44.000 millones, es decir casi 4 veces el volumen de lo que adquiría el año pasado.

El conflicto en Ucrania no solo llevó a los precios del petróleo, el gas natural y el combustible a sus niveles más altos en una década, sino que disparó el precio de los alimentos y de muchos productos básicos que impactaron en los consumidores de todo el mundo, en especial sobre los más vulnerables. El trigo alcanzó su máximo en 14 años y el alza de los alimentos a principios de 2022 es la más alta desde 1961 para un indicador de precios de cereales, carne, lácteos, aceites y azúcar.

Como consecuencia, la inflación en Europa y EEUU alcanza cotas desconocidas en décadas y amenaza con propagarse como en los ’70. El Banco Mundial anticipa en esa dirección, que el crecimiento mundial descenderá drásticamente a finales de 2022 y puede prolongarse a todo 2023. Además prevé que los precios de los productos básicos se mantendrán en niveles altos hasta fines de 2024.

La suba de los precios de los productos básicos alimentarios –de los cuales Rusia y Ucrania son grandes productores– y de los fertilizantes, en cuya producción se utiliza el gas natural como insumo, ha sido la más aguda desde 2008. Como explica Indermit Gill, uno de los vicepresidentes del Banco Mundial, “en conjunto, esto representa la mayor crisis de productos básicos que hemos experimentado desde la década de 1970”.

La torpeza europea

En los últimos años, la UE ha desperdiciado diversas oportunidades para alcanzar mayores niveles de soberanía en sus decisiones. El acuerdo UE-China fue una de ellas y el NordStream 2 fue otra. Ambas salieron de la última entente lúcida en términos estratégicos que provino del entendimiento Merkel-Macron.

La respuesta al conflicto en Ucrania no parece tan solo otra oportunidad perdida, sino una claudicación ante EEUU/OTAN en toda regla, que preanuncia un lamentable destino comunitario. La postura más coherente de la UE pasaba por reforzar su defensa climática, la paz a ultranza, el rechazo a las “soluciones armadas” y la salvaguarda del ‘estado de bienestar’ para sus ciudadanos. Ello imponía continuar con su histórica negativa a incrementar su presupuesto militar y a financiar la expansión de la OTAN.

Pero los líderes europeos hicieron una pobrísima lectura de la condición europea de Rusia y adhirieron al “vasallaje” que alguna vez denunciara el propio ministro de Economía de Francia, Bruno Le Maire, quien, casi con sentido profético, reclamaba “una “Europa poderosa frente a EEUU y China” como condición imprescindible para evitar desaparecer o reducirse a nada en la escena internacional”.

Cuando en abril de 2019, Le Maire presentó su libro “Le Nouvel Empire” (El nuevo imperio) adelantó lo que podría suceder: Por primera vez desde 1957, la UE puede desaparecer o reducirse a nada en la escena internacional… Estamos frente a una elección simple entre una ‘unidad más fuerte’ o ‘una feudalización de naciones’ replegadas sobre sí mismas, incapaces de trabajar en común”.

Cuán había sido el hallazgo de Europa tras la tragedia nacionalista de siglo XX: proponerle a la humanidad que era posible construir juntos una comunidad incluso con quienes habían sido sus enemigos históricos. Aquel camino parece haberse olvidado por responder a la lógica “macartista” de Washington.

Le Maire anticipaba con lucidez que “Europa debe afirmarse más allá de eje francoalemán, abrirse al Este. Si no será avasallada por China y EEUU. No es una fórmula retórica es una realidad”. No aceptaba que las potencias del continente debieran someterse a EEUU como “el policía económico del mundo” porque Europa no es “vasallo” de EEUU y puede establecer libremente sus relaciones con los demás países.

Bajo Merkel, Europa aseguró su abastecimiento energético y un acuerdo integral con China. EEUU objetó ambos.

Que los líderes europeos no comprendieran que Rusia es Europa y que, como sostiene Henry Kissinger, cada vez que eso no se entendió, el mundo soportó tragedias, indica una pobreza lamentable del liderazgo europeo occidental actual.

Yo propongo un nuevo imperio, una potencia europea entre la nueva ruta de la seda china y el America First de EEUU. Un imperio tranquilo con reglas, que respeta el Estado de derecho, con fronteras, con cultura y con naciones que tienen cada una su cultura, su memoria que debe ser respetada” (Le Maire).

No entender que Rusia, el país más grande del mundo, con fronteras con 16 países, tenga preocupación histórica por su seguridad nacional es una torpeza política de dimensiones. Rodearla con la OTAN no parece un camino hacia la convivencia pacífica, pero la UE lo aceptó mansamente y hoy lo paga con su economía y el bienestar de sus ciudadanos. Y parece abandonar su rol de “imperio tranquilo” entre China y EEUU.

La paz como objetivo ambiental

La realidad ha demostrado de manera brutal que Europa no es tan verde como predica. Actualmente, el 77% de la energía que consume proviene de los hidrocarburos. Hace un año, el biólogo e investigador hispano-argentino Fernando Valladares explicaba que “hay tres acuerdos que bloquean la transición europea a esta sostenibilidad anunciada. Dos son muy antiguos (el Tratado de la Carta de Energía, TCE, y la Política Agraria Comunitario, PAC) y otro muy reciente (el Green Deal o Pacto Verde)”.

Europa ha declamado y reclamado al mundo, la necesidad de una transición energética en la que se ha atribuido un liderazgo, que encubre importantes cuotas de hipocresía y complicidad. Como señala Valladares con lucidez “ellos mismo se han atado las manos al adherirse al TCE que protege la industria de los combustibles fósiles y disuade a los países de apostar por las energías renovables y reorganizar el consumo energético. La PAC mantiene su orientación productivista por encima de la protección medioambiental y el Pacto Verde externaliza el impacto ambiental europeo a otros países ignorando la naturaleza global de su huella ecológica. Mientras Europa siga atrapada en estas contradicciones el calentamiento, la contaminación y la pérdida de especies seguirán amenazando nuestra salud y nuestro presente”.

Y podremos asistir a flagrantes contradicciones como avalar una guerra en Ucrania a la medida de la industria de los combustibles fósiles. Desde hace años, Naciones Unidad y la comunidad científica mundial ha reclamado terminar con ellos y acelerar la transición energética a energías limpias. Como respuesta, los líderes europeos actuales, siguiendo de manera servil las directivas de la OTAN, y los impresentables líderes estadounidenses, avanzan desde un “escenario de guerra fría” hacia el territorio incierto de un conflicto nuclear.

Josep Borrell, Alto Representante de la UE para Asuntos Exteriores y vicepresidente de la Comisión Europea, descubrió ante la decisión rusa de cortar el suministro del gas a Polonia y Bulgaria que Europa debe reconvertirse a energías verdes. Lo ‘descubre’ ahora porque los nuevos precios le han estallado en la cara, pero no porque tenga una visión preclara del destino del Planeta. Para Borrell la decisión de Rusia de cortar el suministro impulsa a que la UE busque opciones que “no creen dependencias y que no atenten contra el clima”. La dependencia rusa no solo era conocida sino que mantenerla era muy cómodo porque en ese suministro barato se asentó la bonanza europea de las últimas décadas, aunque ello siguiera contribuyendo al calentamiento global.

Borrell y otros iluminados ‘descubren’ que la dependencia del petróleo y el gas ruso es nociva, no por problemas ambientales sino por pujas de poder geopolítico. De hecho, abren centrales de carbón cerradas y le compran gas proveniente del fracking a EEUU (Más Azul, n° 32 mayo 2022, “Detrás de Ucrania, la industria de los combustibles fósiles”).

La única verdad es que temen que el impacto de los aumentos sobre el bolsillo de los consumidores y los índices inflacionarios, los puedan destronar para siempre de sus asientos burocráticos. Y que la ciudadanía reconozca finalmente la agresión que todos los líderes mundiales le han hecho al Planeta manteniendo vivos a los combustibles fósiles para que la “fiesta y los premios no concluyeran”