La maldición de la abundancia

01 oct 2020

América latina muestra los peores estándares mundiales en materia ambiental y ello nos ha llevado a poner la lupa sobre los desafíos que enfrenta. Con esta nota concluimos la tercera entrega de una serie de cuatro, dedicadas a poner de manifiesto la grave situación ambiental de la región y la desatención de sus gobiernos.

En la primera parte hemos avanzado en el análisis de áreas como Agua, Deforestación, Basura, Recursos marinos (Mas Azul n° 11, ago 2020). En la segunda mostramos los gravísimos problemas de la región en materia de Biodiversidad y Descarbonización (Mas Azul n° 12, sept 2020). Y en esta entrega repasaremos la situación regional en materia de Desertificación y Minería, para en una entrega final analizar las consecuencias ambientales en materia de Migraciones y Salud.

Los gobiernos latinoamericanos muestran en materia ambiental una desastrosa gestión, que se solapa a  los problemas crónicos de la región (malos gobiernos; corrupción en todos los segmentos del poder –político, económico, judicial, policial–; carencia de infraestructuras; pobreza estructural; expansión social del narcotráfico, carencias sanitarias y educativas, etc.). Cada uno de esos problemas repercute a la vez en la pésima performance de la región frente a los acuciantes desafíos ambientales.

La contaminación ahoga el Riachuelo, que bordea la ciudad de Buenos Aires a 5 kms. de la sede del gobierno.

Es necesario advertir la vulnerabilidad de la región. Según un estudio de la CEPAL, América Latina con más de 640 millones de habitantes, será en 2050 la segunda región más urbanizada del mundo, con 86% ciento de su población viviendo en ciudades y pero más de 100 millones en asentamientos irregulares.

UN FRACASO REVELADOR

Una clara ejemplificación de lo que sucede en América latina en materia ambiental lo constituye el  Acuerdo de Escazú, un tratado latinoamericano promovido por la CEPAL para establecer protocolos para la protección del medioambiente.

Llevó cuatro años de negociaciones, fue firmado en marzo de 2018 en la ciudad costarricense de Escazú solo por 23 países de los 33 países de la región.

Fue presentado como el primer gran pacto medioambiental de la región aunque solo comprometía a dos tercios de los países y a sus limitados objetivos (acceso a la información ambiental; participación ciudadana en las tomas de decisiones ambientales; acceso a la Justicia en asuntos ambientales y protección de los defensores ambientales). Quizás éste último haya sido el más relevante ya que la región tuvo casi 300 más líderes socio-ambientales asesinados entre 2018 y 2019.

El Tratado –que no avanza en absoluto sobre el extractivismo, la deforestación incontrolada, la contaminación de acuíferos, ríos y mares, los vertederos de basura a cielo abierto, etc.– solo ha sido ratificado por 10 países (Antigua y Barbuda, Bolivia, Ecuador, Guyana, Jamaica, Nicaragua, Panamá, San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas y Uruguay. El último fue Argentina recién el 25 de septiembre pasado).

Pese a la ausencia notable de países de la importancia regional de Colombia, Perú, Brasil o México, lo que resulta revelador es el caso de Chile que siendo uno de sus principales impulsores ha resuelto rechazarlo abiertamente, por ‘ambigüedades’ en algunas normas que “prevalecerían sobre la legislación interna”.

Lo que resulta una muestra de las inconsistencias políticas y técnicas con la que la región afronta el problema más acuciante de la humanidad y de su propia supervivencia.

La Comisión Chilena de Derechos Humanos sostiene que el gobierno de su país ha priorizado intereses empresariales por sobre los derechos ambientales de las comunidades”, opinión que comparte Marcelo Mena, ex ministro de Medioambiente durante el gobierno Bachelet, para quien el rechazo “tiene que ver con que hay sectores empresariales que han presionado al gobierno, porque tienen desconfianza de lo que signifique una mayor participación”.

Desertificación

La explotación agrícola-ganadera

La desertificación afecta al 30% de la superficie terrestre, según estimaciones de FAO. América Latina, tiene el 23% de las tierras potencialmente cultivables del Planeta, pero más de un tercio (36%) de su superficie corresponde a zonas áridas, entre ellas Atacama, el desierto más árido del mundo.

Concentra a la vez, casi un tercio (31%) de los recursos hídricos mundiales, el 12% de la tierra actualmente cultivada y el 46% de los bosques tropicales. Por tanto, su rol global como fuente de alimentos es decisivo. De allí la trascendencia global que tiene la degradación de sus suelos.

El 28% de la superficie de la región está en estado severo de degradación.

Ya hace una década, la entonces directora regional del PNUMA, Margarita Astrálaga, advertía: “El mayor problema es el estado de nuestros suelos y nuestras tierras. Y en este caso, tenemos 28% de la superficie de la región que está en estado severo de degradación.

Desde entonces la desertificación ha seguido avanzando de manera constante, entendiendo por tal la degradación de la tierra por la acción humana, entre otros factores y no la desertización que es un proceso natural de expansión de los desiertos por causas geomorfológicas y climáticas,

Según Naciones Unidas (UNCCD), la región ha perdido 36 millones de hectáreas de bosques y pastizales por la expansión agrícola solo en la década 2001-2010. Resulta evidente que la ampliación de la frontera agrícola ha sido, junto al cambio climático, la causa principal de la desertificación.

La explotación extrema de las tierras cultivables genera zonas desérticas o de menor fertilidad que obligan a buscar nuevos territorios. Ello implica talar bosques para habilitarlos para la producción agrícolo-ganadera, creando un círculo vicioso de avance de la desertificación.

La búsqueda de ampliación de la frontera agrícola y la cría intensiva de ganado, en detrimento de los bosques, es uno de los factores que propicia la deforestación, la desertificación y el calentamiento climático.

Como los recursos provenientes de esas actividades sostienen buena parte de sus economías, gozan de la complicidad de los gobiernos, que no quieren afrontar las transformaciones necesarias hacia un desarrollo sostenible.

Ese proceso como hemos señalado en Más Azul (Ver “Avanza la deforestación en el Gran Chaco”, n° 12, sep 20) no se ha detenido siquiera en plena pandemia. Tanto en la Amazonía (Brasil, Colombia, Ecuador y Perú) como en el Gran Chaco (Argentina, Bolivia, Brasil) durante la pandemia se han talado más bosques que en todo 2019, con la complicidad e inoperancia de los gobiernos. 

Naciones Unidas insiste en la necesidad de cambiar las actitudes públicas hacia el principal factor impulsor de la desertificación y la degradación de la tierra: la incesante, creciente y masiva producción para el consumo de la humanidad”.

América Latina ya está enfrentando el riesgo de perder importantes cultivos destinados a la alimentación cotidiana (Ver Más Azul, El cambio climático pone en riesgo alimentos básicos”, n°4 enero 20) como café, cacao, trigo, arroz o maíz.

La ambición desmedida de los productores y el deterioro del clima componen un cuadro creciente de degradación de los suelos, en especial en México y Centroamérica pero también en Sudamérica.

La ambición desmedida de los productores arrasa con bosques para nuevas tierras para la agro-ganadería intensiva.

Se multiplican las situaciones climáticas extremas: largos períodos de sequías, seguidos de épocas de intensas lluvias con inundaciones y fenómenos de escorrentías, sumados a un aumento de la temperatura promedio que afecta los cultivos.

Por otra parte, el clima sumado a la tala, está afectando especialmente a la pérdida de bosques tropicales, tal como sucede también en el Sudeste Asiático.

Para Luis Alfonso Ortega, biólogo de Ecohabitats: “la realidad es que hay una relación directa entre el aumento de la frontera agrícola y la pérdida de bosques y biodiversidad, y rápidamente el paso de suelos fértiles a terrenos en proceso de desertificación… Para contrarrestar el deterioro, se utilizan cada vez más agroquímicos, hasta cuando las tierras quedan áridas. Entonces, los cultivadores se hacen a la búsqueda de nuevas tierras tumbando más bosques”.

Ese y no otro es el factor que acelera peligrosamente la desertificación de América Latina.

Hay soluciones, claro. Israel ha demostrado una exitosa lucha contra los desiertos. China también. Pero América latina requiere que los gobiernos asuman la problemática ambiental seriamente, con menos declamaciones y tratados y avancen en la lucha contra la deforestación, la utilización irracional de agroquímicos y un ordenamiento de los suelos, según su aptitud de cultivo o de explotación.

Minería

Privilegio o maldición

Al igual que en África –un continente que posee casi un tercio de las reservas minerales del planeta– la abundancia de las reservas mineras de América Latina son un privilegio y a la vez una especie de maldición.

La región posee el 61% de las reservas mundiales de litio u oro blanco; 39% del cobre; 32% de la plata; 32% del níquel; 25% del estaño; 25% del molibdeno; 23% del zinc; 18%  de la bauxita y alúmina; 15% del hierro y plomo y 11% del oro del mundo.

La riqueza de minerales que alberga en su suelo convoca el interés de importantes inversores mineros de Canadá, EEUU, Reino Unido o Australia, entre otros.

Pero la debilidad institucional, la carencia de controles eficientes y sobre todo, la corrupción crónica y generalizada, hacen que su territorio sea proclive al saqueo de recursos, a todo tipo de prácticas abusivas para el medioambiente y sin impacto importante para el desarrollo y el bienestar de su población.

Muchas compañías mineras internacionales califican como “amigable” ese contexto lamentable de América Latina.

Chile, México, Brasil y Perú son importantes potencias mineras no solo regionales sino a nivel global. Entre los cuatro concentran alrededor del 85% de las exportaciones de minerales y metales de la región.

Chile es el principal productor mundial de cobre. México, el mayor productor de plata, Brasil, tercer proveedor de hierro y Perú está entre los principales productores de plata, cobre, oro y plomo.

Además, la región concentra el 61% de las reservas mundiales de litio, un mineral estratégico para la transición hacia la movilidad eléctrica. Argentina, Bolivia y Chile conforman el llamado “triángulo del litio” por sus importantes reservas de este mineral al que se suma México, con enormes reservas.

Fuente: CEPAL sobre la base de USGS Mineral commodity summaries 2018.

Ante el avance de una industria minera centrada en la extracción incontrolada de recursos, con un manifiesto desprecio por el cuidado ambiental (llámese extractivismo o megaminería), con uso continuo de explosivos, consumo de millones de litros de agua y uso de elementos contaminantes, las comunidades han desarrollado un rechazo frontal a las actividades mineras.

Ello  dificulta en general en la región, el desarrollo de proyectos dispuestos a aplicar las buenas prácticas de una minería sostenible. Esa posición extrema conduce a una cierta hipocresía generalizada, de la que Más Azul ha dado cuenta en “Contra el oro o a favor del oro?” (n°2, nov 2019) donde la misma población que hace uso intensivo de celulares y los renueva constantemente, se opone a la extracción de oro, cobre, plata, hierro, níquel, zinc, rodio, paladio, berilio, magnesio, molibdeno, vanadio, cobalto, etc. que sus aparatos contienen.

El rechazo colectivo ha generado una larga serie de conflictos mineros en América Latina que, según el Observatorio de Conflictos Mineros de (OCMAL), rondan los 300 proyectos bajo cuestión, cinco de ellos con problemáticas transfronterizas: México, con 55 casos; Chile, con 49 conflictos; Perú con 42; Argentina, con 28; Brasil con 26, a lo que se suman 19 conflictos en Colombia, 10 en Guatemala y Bolivia, 9 en Ecuador, 7 en Nicaragua y Panamá, 6 en Honduras, 3 en República Dominicana y El Salvador, 2 en Venezuela y Costa Rica, y 1 en Guayana Francesa, Paraguay, Trinidad y Tobago y Uruguay.

En algunos casos, las explotaciones mineras en América latina –como también sucede en África– son irregulares y están en manos de mafias armadas que controlan su extracción y primera comercialización. Es el caso de la extracción de oro en Venezuela, en el llamado Arco Minero del Orinoco, ubicada en la región centro-sur del país, con una superficie de más de 100.000 kms2.

Esa realidad ha sido expuesta en un duro informe de la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (ACNUDH), Michelle Bachelet, que denuncia que “gran parte de la actividad minera, tanto dentro como fuera del Arco Minero del Orinoco (AMO), está controlada por grupos delictivos organizados o elementos armados”.

Son estos grupos “los que deciden quién entra o sale de las zonas mineras, imponen reglas, aplican castigos físicos crueles a quienes infringen dichas reglas y sacan beneficios económicos de todas las actividades en las zonas mineras, incluso recurriendo a prácticas de extorsión a cambio de protección. La información disponible muestra que la mayoría de las minas son controladas por grupos criminales organizados, llamados ‘sindicatos’”.

Minería y pandemia

Las dificultades económicas que enfrentan los Estados de la región ante la crisis sanitaria, están propiciando un discurso acerca de la trascendencia de la actividad extractiva como la solución para la crisis económica desencadenada por la pandemia.

El argumento es que se hace necesario relanzar la economía clausurada por el cierre sanitario. Y que las empresas extractivas son la puerta de salida. Aunque engañoso, los gobiernos adoptan el argumento que les sirve como pretexto para sortear la resistencia de la población.

Hay casos emblemáticos. Trudeau en Canadá –considerado un presunto defensor del medioambiente– elimina la obligación de evaluación de impacto ambiental para las perforaciones marítimas exploratorias en Terranova-Labrador. El gobierno de los Fernández en Argentina continúa la política nefasta del gobierno de su antecesor de apostar a la explotación de Vaca Muerta y de perforación petrolera en el Atlántico Sur. Varios gobiernos latinoamericanos han aprovechado el contexto para reducir los trámites y acelerar la puesta en marcha de proyectos extractivos postergados.

Como para enfrentar la crisis los gobiernos están acumulando deuda, “venden” de manera falaz que las regalías mineras serán una fuente de ingresos salvadora, cuando es sabido que la importancia del sector es relativa, ya que el retorno hacia las economías locales es más que exiguo. Y los costos ambientales superan ampliamente los ingresos. En Argentina por ejemplo, la ley establece para las regalías un tope del 3%. Eso es todo.

Exiguas regalías, pocos empleos y de baja calificación e importantes daños ambientales es el saldo de la minería.

Por otra parte, la minería tiende a generar un número limitado de empleos, la mayor parte en el segmento de más baja calificación. Y el sector exporta sus productos brutos a otros países para su transformación, lo que conlleva escasos encadenamientos productivos locales.

El auge de la minería en América latina no solo está marcado por sus extraordinarios recursos sino porque el marco normativo e institucional que regula el sector es débil y en general, está orientado a favorecer la inversión privada. Sus gobiernos crean todo tipo de facilidades, ventajas impositivas e incentivos para las empresas que explotan recursos naturales que no son renovables y dejan un pasivo ambiental atroz cuando se retiran.

En varios países, sus laxas normativas mineras contribuyen a la desprotección del medio ambiente y de los recursos naturales en juego, contribuyendo al enorme deterioro ambiental (deforestación, contaminación de cauces y napas de agua, pérdida de biodiversidad, problemas de salud en la población, etc) que padece la región.

La resistencia social a esos excesos ha tenido como consecuencia un número significativo de líderes y ciudadanos asesinados. El más reciente informe de Global Witness destaca que 212 personas defensoras de la tierra y el medio ambiente fueron asesinados en 2019. El mayor número de asesinatos ocurrieron en  como Colombia, Brasil, México, Honduras, Guatemala, Venezuela y Nicaragua.

Ben Leather, de Global Witness, lo explica: “Estamos viendo intereses más fuertes sobre la tierra y los recursos naturales para responder a las demanda de los consumidores. Industrias como minería, agronegocios o la explotación de madera están entrando cada vez más a nuevos territorios, en los cuales vemos que las empresas están haciendo acuerdos con políticos corruptos para imponer proyectos”.

En medio de la pandemia, las empresas han buscado mejorar su imagen corporativa frente a la sociedad para destrabar sus proyectos postergados, realizando donaciones de equipamiento médico y comida.  Barrick Gold entregó a Chile un hospital de campaña (u$s 13 millones). Otras mineras promovieron en Ecuador donaciones de insumos médicos y alimentos a poblaciones carenciadas, bajo el lema de la responsabilidad social empresaria.

Pero esas “donaciones” no son tales. Esas mismas empresas “donantes” presionan a la vez a los Estados para minimizar sus aportes fiscales o flexibilizar sus obligaciones con lo que recuperan o multiplican esos aportes.

En las actuales condiciones, difícilmente las mineras representen una solución económica para América latina. Es muy preocupante el abandono general por parte de los Estados de su rol regulador/controlador del interés público, para convertirse en ‘protector’ de los intereses de las empresas mineras.