A febrero de 2022, el COVID-19 había provocado unos 5,9 millones de muertes. Su irrupción a nivel global a comienzos de 2020, disparó todo tipo de alarmas. Como es natural, un evento tan disruptivo, generó efectos múltiples sobre la población. La pandemia disparó ansiedad, angustia, irritabilidad, estrés y enojo, y la expansión de los casos fatales hizo visible el miedo colectivo y la incertidumbre ante el futuro. Asimismo se hicieron visibles en algunos segmentos de la población, en casi todas las regiones del Planeta, de sentimientos positivos de solidaridad y revaloración de la interdependencia social.
Ambos escenarios nos sirven para reflexionar sobre otra pandemia que vivimos y que pareciera que no registramos aunque provoque cada año 9 millones de muertes, según Naciones Unidas. Se trata de la contaminación atmosférica, un asesino serial que no goza de gran presencia en los medios ni de la alarma desesperada de la población y menos de una marcada preocupación de buena parte de los gobiernos.
La contaminación atmosférica es el mayor contribuyente ambiental a las muertes prematuras, al causar unos siete millones de ellas cada año, a lo que deben agregarse otros dos millones de muertes derivadas de sus efectos directos.
De hecho, una de cada seis muertes en el mundo está relacionada con enfermedades causadas por la contaminación. Esa cifra triplica las muertes por sida, malaria y tuberculosis y multiplica por 15 las muertes ocasionadas por las guerras, los asesinatos y otras formas de violencia.
En el momento en que el brote se anunciaba como pandemia, advertíamos (Ver Más Azul n°6, marzo 2020 “Coronavirus: cuidadosos pero no alarmados”) acerca de la necesidad de reflexionar sobre las alarmas y rescatábamos la preocupación de un prestigioso analista político, que ponía el acento sobre la continua difusión en los medios de noticias “alarmantes”. Y lo atribuía a que los ciudadanos del mundo no estamos en manos de estadistas, científicos o siquiera funcionarios avezados, sino en manos de “vendedores”.
Decíamos entonces que “la reflexión es oportuna a propósito de la actual pandemia de Covid-19. El vendedor apuesta a generar una expectativa ‘verosímil’ pero no ‘verdadera’. La clave de las ventas es generar una sensación de urgencia. Hay que hacerle creer al posible comprador que hay una razón para actuar inmediatamente para comprar lo que se está vendiendo. El vendedor trata de que la decisión se tome de manera inmediata porque “la oportunidad es ahora”. La urgencia –la alarma la estimula– es parte del mecanismo de ‘engaño’ que toda venta tiene en su genética”.
Está probado que la exposición a sustancias tóxicas aumenta el riesgo de muerte prematura, intoxicación aguda, cáncer, enfermedades cardíacas, accidentes cerebro-vasculares, enfermedades respiratorias, efectos adversos en los sistemas inmunológico, endocrino y reproductivo, anomalías congénitas y secuelas en el desarrollo neurológico de por vida.
Pero pareciera que eso no despierta nuestra preocupación porque no está en el “discurso oficial”. Durante la pandemia, los “vendedores” nos estuvieron vendiendo, con una perversa frivolidad, solo la alarma y la necesidad de actuar ya. Y eso supone no pensar y ceder nuestra capacidad ciudadana de desarrollar nuestra propia interpretación de las necesidades que tenemos. Así sucede en las ventas: “compre ya!!”
Viene a cuento porque enfrentamos una crisis climática (que es una colosal pandemia creada por nuestra ruptura con la naturaleza) que tiene en la contaminación atmosférica una de sus “armas de destrucción masiva”, que parece que pretendemos ignorar.
David R. Boyd es relator especial de Naciones Unidas sobre derechos humanos y medio ambiente y doctor en Gestión de Recursos y Estudios Medioambientales de la Universidad de Columbia Británica (Canadá). Ha asesorado a numerosos gobiernos en temas medioambientales y copresidió la iniciativa lanzada por Vancouver para convertirse en la ciudad más ecológica del mundo en 2020.
Acaba de presentar un Informe (febrero 2022) sobre el derecho humano a un medio ambiente limpio, saludable y sostenible: un medio ambiente no tóxico. Allí revela la existencia de “zonas de sacrificio” medioambientales, lugares cuyos pobladores sufren consecuencias devastadoras para su salud por vivir en focos de polución y zonas altamente contaminadas, lo que implica una flagrante violación de sus derechos humanos.
Boyd llama a terminar con esos focos de contaminación y advierte sobre la creciente intoxicación que sufre la Tierra: “Nos estamos envenenando y estamos envenenando el planeta”. Y asegura que ese proceso se está intensificando, sin que ello sea motivo de atención o alarma por parte de la opinión pública.
“Mientras la emergencia climática, la crisis mundial de la biodiversidad y el COVID-19 acaparan los titulares, la devastación que la contaminación y las sustancias peligrosas causan en la salud, los derechos humanos y la integridad de los ecosistemas sigue sin suscitar apenas atención. Sin embargo, la contaminación y las sustancias tóxicas causan al menos nueve millones de muertes prematuras, el doble del número de muertes causadas por la pandemia en sus primeros 18 meses”, afirma Boyd.
La desatención pública sobre la contaminación no es nueva. El 9 de diciembre de 1921, en un laboratorio de Dayton (Ohio, EEUU), General Motors y Standard Oil pusieron en acción una nueva mezcla de combustible con tetraetilo de plomo para producir más potencia. Durante casi un siglo hemos consumido combustible con plomo que la industria automotriz y petrolera sabía expresamente que provocaba graves riesgos para la salud, pero de todos modos lo vendieron durante 100 años, como explica el profesor Bill Kovarik, de la Universidad de Radford (Ver Más Azul n° 28, enero 2022, “Un siglo de tragedia”).
Pese a que se conoce su toxicidad, el plomo se sigue utilizando de forma generalizada con severas consecuencias para el desarrollo neurológico y daños irreversibles en la salud de millones de niños, además de causar alrededor de un millón de muertes al año.
Cada año se emiten o se vierten cientos de millones de toneladas de sustancias tóxicas al aire, el agua y el suelo. De hecho, la producción de sustancias químicas se duplicó entre 2000 y 2017 y según Naciones Unidas, se espera que se duplique nuevamente para 2030 y se triplique para 2050, sobre todo en los países más desarrollados. También crece aceleradamente en países como India, China, Brasil, Sudáfrica e Indonesia.
El II° Informe “Perspectivas de los productos químicos a nivel mundial”, concluye que la capacidad de producción química en 2019 que era de 2.300 millones de toneladas, (valorada en u$s 5 billones de dólares anuales), se duplicará para 2030.
El aire, el agua y el suelo están siendo contaminados de manera intensiva. El uso de combustibles fósiles y otros productos empleados en la industria, la minería y la agricultura, más los desechos de la actividad humana mal gestionados, contaminan con graves implicaciones para la salud y la seguridad humana, así como para el desarrollo pleno de la naturaleza.
¿De qué contaminantes estamos hablando? Los científicos Ana Grijalva Endara, María Jiménez Heinert y Henry Xavier Ponce Solórzano, hacen una excelente síntesis en un artículo, para introducir al lector en ese universo tóxico (2020):
Contaminantes del aire (dióxido de carbono, metano, óxido nitroso, óxidos de nitrógeno, hidrofluorocarbonos, perfluorocarbonos y hexafluoruro de azufre, gases que provocan cambios en el clima al aumentar la temperatura de la tierra, atmósfera y océanos.
Contaminantes del agua (los principales son las aguas residuales, productos derivados del petróleo, nitratos, insecticidas, sedimentos y exceso de materia orgánica; productos nocivos que pueden llegar al agua desde la salida de las tuberías en las industrias; fugas de tuberías o tanques de almacenamiento, operaciones mineras, aplicación inadecuada de fertilizantes y pesticidas en campos agrícolas y fugas en barcos)
Contaminantes del suelo (a los plaguicidas -insecticidas, herbicidas, fungicidas- y las actividades mineras reseñadas por los científicos citados, cabe agregar los residuos urbanos y los vertederos de basura a cielo abierto.
“La toxificación del planeta Tierra se intensifica”, dice Boyd, que advierte que la producción, uso y desechado de productos químicos peligrosos sigue aumentando muy aceleradamente, como plantea advierte el PNUMA.
Estamos enfrentando una verdadera batalla, un creciente bombardeo de productos químicos tóxicos sin percibir que esa “guerra” está provocando 7 millones de muertes cada año y un empeoramiento de la salud y el medioambiente. Pero es una pandemia que no tiene prensa.
Parte II de esta nota en el n° 30, marzo 2022