Compartir en vez de poseer. Lo que es mío, es tuyo… La pregunta es: ¿Por qué debo tener en propiedad algo que no tengo en uso todo el tiempo y podría ser aprovechado por otro usuario?
En mayo del 2010, la británica Rachel Botsman lanzó, durante una charla TED en Sydney, una revolucionaria idea que podría conmocionar los cimientos de una cultura basada en la propiedad: en lugar de comprar, poseer, almacenar y desperdiciar, podíamos colaborar, compartir, reutilizar y redistribuir.
Ese mismo año había adelantado su propuesta con la publicación de “What it´s mine it´s yours: the rise of collaborative consumption” (“Lo que es mío es tuyo: el auge del consumo colaborativo”), libro que escribió junto a Roo Rogers, desarrollando el concepto que acuñara en Harvard (donde Botsman hizo sus estudios de posgrado) el profesor Lawrence Lessig acuñara en 2008.
Thomas Friedman, tres veces ganador del Premio Pulitzer, escribe entonces en el New York Times, que la economía colaborativa “crea nuevas formas de emprender y también un nuevo concepto de la propiedad” y la revista Time cataloga la Sharing Economy como “una de las diez grandes ideas que cambiarán el mundo”.
Recibida con honores (BFA) en Oxford, donde dirige un MBA en economía colaborativa, vive actualmente en Sydney, Australia, con su esposo y dos hijos. Rachel ha sido nombrada por la revista Fast Company como una de las “personas más creativas en los negocios” y por Monocle como una de las 20 mejores conferencistas del mundo. Es considerada hoy, una líder del pensamiento global sobre la fuerza de la colaboración y el intercambio a través de la tecnología digital y su impacto en la transformación de la vida, el trabajo y el consumo de las personas.
Para ella, tres sistemas forman parte de la Sharing Economy: 1. Acceso a una experiencia o producto sin tener la propiedad (sistema producto-acceso) Ej: Uber; 2. Intercambio de productos que no están siendo usados a lugares donde se requieren (Sistema de redistribución) Ej. Mercado libre o trueque on line; y 3. Usuarios que comparten recursos, habilidades o tiempo y se benefician con ello. (Sistema colaborativo) Ej. Crowdfunding, crowdworking, etc.
El consumo colaborativo o economía de la colaboración pretende ser una respuesta a la inequidad e ineficiencia del mundo. Propugna cambiar la cultura del despilfarro, la forma demencial en la que utilizamos y accedemos a productos y recursos. Y demostrar que existe otra forma más sostenible y eficiente de emplearlos, en la que además los consumidores ahorran dinero. Ser propietarios en exclusiva es oneroso y muchas veces, absolutamente innecesario. Colaborar y compartir con otros, en cambio, permite un aprovechamiento máximo de bienes que, de lo contrario, se subutilizan.
Según algunas estimaciones, el sistema de consumo basado en la propiedad de los bienes, implica un despilfarro de 533.000 millones de dólares sólo en objetos que no son usados. Los automóviles particulares son un ejemplo demoledor. Un coche en propiedad, pasa más del 90% del tiempo sin ser usado. Las estadísticas globales son contundentes: en promedio sólo lo utilizamos un 5%.
Las mediciones de la Universidad de California (UCLA) confirman que en EEUU., los coches particulares pasan el 95 % de su vida sin usarse. Todavía es más grave en el Reino Unido donde la Fundación del Real Automóvil Club revela en un estudio que los británicos mantienen el 96,5% del tiempo, sus vehículos inmovilizados. Algo muy parecido a lo que sucede en España y otras partes del mundo: 97%
Tener un coche en propiedad supone un coste importante, no solo por el precio de compra, sino todos los otros gastos (combustible, estacionamiento, peajes, seguros, impuestos, revisiones, reparaciones, reemplazo de piezas, etc) que se estima que duplican el precio de adquisición. Todo eso en el contexto de ciudades cada vez más pobladas y donde es cada vez más difícil circular.
“Algún día miraremos atrás el siglo XX y nos preguntaremos porque teníamos tantas cosas”, dice Bryan Walsh en el citado artículo de Time (Today’s Smart Choice: Don’t Own. Share).
Todo el tiempo malgastamos recursos. Según FAO, el 40% de los alimentos del planeta se desperdicia, algo en lo que coincide Tristram Stuart, un académico de Cambridge, autor de “Despilfarro”, un libro que denuncia el derroche alimentario que se produce en el mundo. Según Stuart, sólo las 40 millones de tns. de alimentos despilfarrados en Estados Unidos cada año podrían alimentar a 1.000 millones de personas.
Las cifras son desconsoladoras: 20% de lácteos; 35 % de pescados; 20% de carne vacuna; 30% de cereales; 45% de raíces y tubérculos; 45% de frutas y hortalizas; 22 % de legumbres y oleaginosas, a nivel global se desperdician. Ello implica que cada año 1.300 millones de toneladas de comida acaban en la basura, un tercio de la producción total. Y del 25% del agua utilizada para su producción. Mientras tanto, Naciones Unidas prevé que será necesario aumentar en un 60% la oferta alimentaria en el 2050, para mantener a los más de 9.500 millones que poblarán el Planeta.
Dinamarca es uno de los pocos países que se ha planteado un camino en sentido contrario. Alentados por la plataforma Stop Spild Af Mad (‘Freno al desperdicio de comida’, en danés) han logrado reducir en cinco años el desperdicio en un 25%. A la campaña se sumaron no solo los consumidores sino grandes cadenas de supermercados como Rema 1000, chefs famosos e incluso corporaciones como Nestlé y Unilever.
Todos hicieron su aporte: los supermercados redujeron las ofertas que estimulaban mayores compras (como ‘2×3’) y aceptaron vender productos por unidad en lugar de cantidades mayores (por ej. hortalizas, piezas de pollo o carne vacuna); las empresas, ofreciendo envases más pequeños (panes de molde o galletas en pequeñas cantidades) y los chefs haciendo recetas y recomendaciones para la utilización de productos que usualmente se tiran (hojas de coliflor, de zanahorias, etc) En Alemania, con foodsharing.de, también se han implicado ciudadanos, empresas y supermercados para evitar el derroche.
El despilfarro también es de tiempo: un automovilista en el Reino Unido malgasta 2.549 horas, es decir 106 días de su vida, circulando por las calles en busca de aparcamiento, según el Real Automóvil Club del país. Según un estudio realizado por Xerox en 19 ciudades europeas, los conductores de Londres o París, suelen necesitar entre 20 y 30 minutos diarios, para poder encontrar sitio para su coche, mientras los españoles pierden la mitad de ese tiempo cada día.
En menos de una década, la irrupción de la sharing economy parece imparable. Se han multiplicado las innovaciones: Airbnb (alquiler de habitaciones libres a turistas); SnapGoods (compartir y alquilar productos como bicicletas, sillas o herramientas de bricolaje); Whipcar (alquiler de tu coche por horas); Zopa (préstamos de dinero entre particulares); Swishing (intercambio de ropa); junto a otras como BlaBlaCar, Uber, CouchSurfing o Wallapop.
Para Botsman, “ahora vivimos en un mundo global donde podemos imitar los intercambios que antes tenían lugar cara a cara, pero a una escala y de una manera que nunca habían sido posibles. La eficiencia de Internet, combinada con la capacidad de crear confianza entre extraños, ha creado un mercado de intercambios eficientes entre productor y consumidor, prestador y prestatario, y entre vecino y vecino, sin intermediarios”.
La economía colaborativa ha penetrado en grandes espacios de mercado. Cada año emergen nuevas empresas dedicadas a los cinco sectores más importantes de la economía colaborativa (alojamiento, transporte, servicios a hogares, servicios profesionales y finanzas colaborativas) que originan importantes ganancias. Por su extraordinario desarrollo se calcula que, para el 2025, generarán sólo en Europa unos 300.000 millones de dólares, diez veces más que lo producido en 2015.
Pero no faltan las voces que anticipan que no todo lo que reluce podría ser oro. Giana M. Eckhardt y Fleura Bardhi plantean, en un artículo de la Harvard Business Review, que “compartir es una forma de intercambio social que se lleva a cabo entre personas conocidas, sin ningún beneficio. Compartir es una práctica establecida y domina aspectos particulares de nuestra vida, como dentro de la familia. Al compartir y consumir colectivamente el espacio del hogar, los miembros de la familia establecen una identidad comunitaria. Cuando “compartir” está mediado por el mercado, cuando una empresa es intermediaria entre consumidores que no se conocen, ya no está compartiendo en absoluto. Por el contrario, los consumidores pagan para acceder a los bienes o servicios de otra persona durante un período de tiempo determinado. Es un intercambio económico, y los consumidores buscan un valor utilitario, más que social”.
Es cierto que su incorporación al sistema económico actual está provocando una verdadera avalancha de cambios. Algunos de ellos no sólo impactan en los modelos de consumo sino que tienen repercusiones en lo social y en el régimen laboral. Y que muchas plataformas son más negocios que redes horizontales de colaboración entre consumidores.
Como señala Albert Cañigueral, “no es lo mismo la cooperación en Wikipedia o compartir sofá en CouchSurfing que plataformas en las que está más presente la transacción monetaria, y que acaban convirtiéndose en negocios puros y duros (…) No es lo mismo compartir los gastos de viaje en BlaBlaCar que cobrar por hacer de chófer. Muchas veces la diferencia está más que en la plataforma, en el uso que se hace de ella”. Pero el fundador de la web Consumo Colaborativo insiste, con acierto, que “lo ideal es que todas estas formas coexistan para que no se pierda ninguna oportunidad para la sociedad (..) en muchos casos todo es alegal, no ilegal, porque no hay legislación al respecto”.
Los problemas que hoy puede presentar el desarrollo de la sharing economy pueden parecer insalvables, pero son en realidad oportunidades de mejora. La apertura hacia una cultura del acceso generalizado y el destierro del paradigma de la posesión merecen el intento de apostar a la colaboración.