BOSQUES EN RUSIA Y ÁFRICA ARRASADOS POR LA DEFORESTACIÓN Y LOS INCENDIOS

nov 2019

Hace unas semanas los incendios de la Amazonia brasileña encendieron todas las alarmas y ocuparon, con razón, las primeras planas de los informativos más importantes del mundo. La política del ultraderechista presidente de Brasil, Jair Bolsonaro –un negacionista del cambio climático– dirigida a facilitar la deforestación amazónica para abrirle camino a la producción agrícola y ganadera, concitó el rechazo de líderes mundiales como Emmanuel Macron y Angela Merkel. Fueron innumerables las voces llamando a detener los incendios. Famosos como Leonardo Di Caprio, Madonna o Cristiano Ronaldo expresaron su indignación por esa catástrofe medioambiental.

La significación del Amazonas no reside solo en contribuir a la “respiración del Planeta”. Como hemos señalado (Ver “Amazonas, deforestación y estupidez”) calificarlo como “el pulmón de la Tierra” es un error en términos científicos ya que los bosques maduros son casi neutros en términos de aporte de oxígeno a la atmósfera. Su trascendencia proviene básicamente de tener una importancia vital en la regulación del clima y el mantenimiento del medio ambiente global. Su existencia determina el control de gases de efecto invernadero, como el dióxido de carbono. Por lo tanto, la tala y el incendio del Amazonas sí podría conformar una catástrofe ambiental, por emisión de millones de toneladas de ese gas.

Pero la selva amazónica, que en un 60% pertenece a Brasil, constituye además una de las áreas más ricas del mundo, tanto en biodiversidad como en materias primas. Es allí donde reside el ‘atractivo’ por el que diversas industrias –en especial madera, ganadería y soja– ejercen una enorme presión para arrasar vastas extensiones de su territorio y convertirlas en explotaciones económicas. De hecho, el gobierno de Bolsonaro prevé la construcción de carreteras y un puerto destinado a sacar esa producción por el norte de su territorio. A ello hay que agregar, que el Amazonas contiene enormes reservas minerales estratégicas de oro, uranio y niobio, además de petróleo.

Uno de los debates más interesantes que plantean acontecimientos ambientales como el de los incendios del Amazonas, es el de la vigencia u caducidad de cierta concepción del nacionalismo de los últimos dos siglos. Si vivimos en una “casa común” que está en peligro de incendio y extinción, hasta dónde llegan las facultades soberanas de los ocupantes de algunas de las habitaciones de esa “casa de todos”? Es un tema que debemos animarnos a debatir si no queremos seguir buscando soluciones a problemas globales con conceptos que atrasan un siglo.

Ampliar nuestro foco

Es indudable que la reacción global ante los incendios de la Amazonia, que obligaron a que el propio Bolsonaro debiera ocuparse de enviar tropas para sofocarlos –aún contra su voluntad– ha sido valiosa y positiva. Pero Más Azul quiere llamar la atención sobre la dimensión real del problema de la deforestación y destrucción de los bosques a nivel mundial.

Mientras una parte de los medios, más celebrities y políticos, expresaban su legítima preocupación por el fuego que devoraba vastas extensiones del Amazonas brasileño, en Bolivia, Perú y Colombia sucedía lo mismo, con bastante menos atención mundial. De acuerdo con datos de diversos sistemas de monitoreo, solo en Bolivia, los incendios forestales consumieron 5,3 millones de hectáreas, en especial en la Chiquitanía, en la frontera con Brasil, después de casi dos meses de lucha contra el fuego. Y en Colombia, en 2018, la quema y deforestación había superado las 320.000 hectáreas de bosque.

Para Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible, la deforestación e incendios en Colombia obedece, al igual que en Brasil, a la ampliación de la frontera agrícola, la apropiación de tierras y la tala ilegal en parques naturales, áreas protegidas y reservas indígenas.  De acuerdo con un informe del Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas, los incendios casi se duplicaron en 2018 con relación al año anterior, con foco en los departamentos de Putumayo, Guaviare, Caquetá, sur de Vichada y en Meta, donde se produjeron casi el 60% de los incendios.

Pero si abrimos el foco, podremos observar que mientras la conmoción mundial y la preocupación de importantes personalidades se centraba en los incendios que asolaban la selva amazónica, otros bosques en África, Rusia y Asia estaban al mismo tiempo, siendo devorados por las llamas, sin demasiado eco en el resto del Planeta.

Como tampoco lo había tenido el desastre ocurrido en los años 2004 y 2005 en la propia Amazonas, donde los incendios arrasaron casi 80.000 kms2, sin despertar una especial atención global, pese a casi duplicar el área total quemada (45.000 km2) en los últimos incendios de los primeros ocho meses de 2019.

Ello habla de que nuestra vigilancia es creciente –lo que resulta positivo– pero a la vez, manifiesta la necesidad de ampliar el foco de nuestras preocupaciones y profundizar una mirada global sobre el Planeta. Mientras las lacerantes imágenes del fuego sobre la Amazonia ocupaban las portadas de los medios occidentales, el centro de África y parte del sur de ese continente era devastado por otros voraces  incendios que no ‘gozaban’ de la misma atención.

Entre los pocos dirigentes mundiales que llamaron la atención sobre lo que sucedía en el centro de África, estuvo el presidente de Francia, Emmanuel Macron quien, desde la cumbre del G-7 celebrada en Biarritz, escribió: La forêt brûle également en Afrique subsaharienne. Nous sommes en train d’examiner la possibilité d’y lancer une initiative similaire à celle que nous venons d’annoncer pour l’Amazonie”.

África Central, en llamas

Muchos ignoran que la selva del Congo es el segundo bosque tropical más grande del mundo, después de la Amazonia, abarcando 1.700.000 km². Él solo supone una cuarta parte de los bosques tropicales que quedan en el Planeta. Abarca una enorme región de África Central, que incluye seis países: República Democrática del Congo, República del Congo, Gabón, Guinea Ecuatorial (región del Muni), el sureste de Camerún y el sur de la República Centroafricana, aunque la mayor parte de su superficie está en territorio de la República Democrática del Congo.

La selva del Congo es el segundo bosque tropical más grande del mundo.

Clasificada como una eco-región de conservación prioritaria, en la lista Global 200 que publica el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) por su biodiversidad extremadamente rica y diversa, sus bosques cobijan alrededor de 10.000 especies de plantas tropicales, siendo el 30% de ellas únicas en el mundo. Además de caucho de diversas especies, palmeras de aceite y de cocos, árboles de café y bananos, hay numerosas maderas nobles, como teca, cedro o caoba. Ésta última es la madera más apreciada del mundo, utilizada en la construcción naval, mobiliario de lujo, instrumentos musicales y científicos, etc. cuya extracción comercial y su contrabando la han puesto en peligro de extinción.

Su fauna es de una variedad sorprendente. Allí se refugian importantes poblaciones de especies en peligro de extinción, como gorilas, chimpancés, elefantes y okapis. La habitan 400 especies de mamíferos, 1.000 especies de aves, unos 700 tipos de peces, así como numerosos reptiles entre los que se destacan los cocodrilos, mambas y pitones. Su diversidad es tal, que es fuente de descubrimiento de muchas especies aún desconocidas, debido a que la hostilidad de su ambiente para la supervivencia de los humanos, le ha  permitido un estado de cierta conservación.

La selva tropical del Congo como regulador del clima es esencial en la lucha contra el calentamiento global. Como sucede en otras partes del mundo, en África Central los incendios estivales son muy frecuentes. Algunos producidos como resultado del calor y la sequía, pero muchos provocados para ampliar la tierra cultivable o favorecer la fertilidad de los suelos.

Como sucediera en la selva amazónica donde las llamas se descontrolaron, generando un gravísimo problema ambiental, lo mismo sucede, año a año, en la selva congoleña donde varios de los estados centroafricanos no están preparados para afrontar incendios forestales de magnitud.

Tala industrial en la periferia del bosque congoleño.

Es cierto que, mientras los incendios en el Amazonas atacan zonas ambientalmente críticas, en África Central –tal como señala la experta de Global Forest Watch, Lauren Williams– se están quemando sabanas y solo los bordes de la selva tropical. La habitual presencia de fuegos en el continente, se explica desde la NASA, como el resultado de prácticas agrícolas y ganaderas destinadas a limpiar el suelo y fertilizarlo gracias a sus cenizas.

Un aspecto a considerar es el impacto del humo de los incendios en la atmósfera: un estudio publicado por la Agencia Espacial Europea (ESA- feb.2019), sostiene que el África Subsahariana que acumula casi el 70% de las áreas quemadas a nivel mundial, estaría “contribuyendo a un 25-35% de las emisiones de gases anuales responsables del efecto invernadero”.

Según los datos de Weather Source, publicados por la agencia de noticias Bloomberg, en sólo dos días a finales de agosto pasado, Angola tuvo aproximadamente tres veces más incendios que Brasil. Se registraron 6.902 incendios en Angola y 3.395 en la vecina República Democrática del Congo, en comparación con los 2.127 incendios en Brasil. Y Zambia ocupó el cuarto lugar en la lista de países con más incendios mientras Bolivia, en su área amazónica, ocupaba el sexto lugar. Pero el eco mediático de semejante desastre ambiental tuvo una resonancia muy limitada.

Los datos coinciden con los informes realizados por Global Forest Watch, la plataforma en línea que proporciona datos y herramientas para monitorear los bosques a nivel global,  que muestran que Angola ocupa el primer lugar en el número de incendios, Brasil ocupa el segundo lugar, mientras Zambia y la República Democrática del Congo ocupan los siguientes lugares. Según los informes de GFW, este año los incendios en Angola han tenido una extensión extraordinaria y los del Congo y Zambia han estado por encima del promedio de la temporada pero algo menos que en años anteriores.

Multitud de animales pierden sus hábitats y acrecientan su vulnerabilidad.

Un mapa satelital de la NASA muestra a África Central como una espesa mancha de fuego, más densa aún que la masa roja de los incendios amazónicos. Según el organismo, solo en junio del año pasado se registraron más de 67.000 incendios en el estrecho período de una semana.

De Indonesia a Siberia

Como en Brasil o en el África central, en Indonesia también tanto grandes empresas como pequeños agricultores apelan al incendio de campos y bosques para extender la explotación agrícola y ganadera a áreas forestales (incluso a algunas ‘protegidas’) o para limpiar y fertilizar con las cenizas las tierras, antes de la siembra con destino a pulpa y papel y, en especial al cultivo de palma.

De esa palma se extrae un aceite utilizado en innumerables productos cotidianos, desde cosméticos (para los que resulta ideal) hasta alimentos precocinados, chips, snacks, margarinas, chocolates, etc. debido a su bajo costo (pese a ser inapropiado por la alta cantidad de grasas saturadas que contiene). Indonesia es el primer exportador mundial de este aceite vegetal y en su extracción y comercialización están involucradas grandes corporaciones globales. 

Agravando un círculo vicioso, el deterioro de los suelos por tala y deforestación los hace más vulnerables a la sequía y favorecen el aumento de las temperaturas, lo que posibilita que los incendios provocados se descontrolen fácilmente. En Indonesia, debido a las escasas precipitaciones y las altas temperaturas, se han detectado por datos satelitales, más de 20.000 incendios en lo que llevamos de año.

El Centro Meteorológico de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN) había detectado al 10 de septiembre pasado, 474 incendios en Borneo (Kalimantán) y 387 en Sumatra, en lo que puede convertirse en una catástrofe medioambiental de magnitud, ya que hasta los primeros días de octubre en que comenzaron las lluvias, las llamas no remitieron. Aunque no hay cifras oficiales todavía, se teme que este año –el más seco desde 2015 en Indonesia– el fuego pueda haber arrasado una extensión similar a los 2,6 millones de hectáreas de aquel año. Entre enero y agosto, antes de los grandes incendios, ya se habían quemado 328.700 hectáreas.

Los incendios que involucraron a la isla indonesia de Sumatra afectaron también a la isla de Kalimantan o Borneo, territorio que comparte con Malasia y Brunei. La  densa nube tóxica afectó además a la isla Mindanao en Filipinas, a Singapur y al norte de Tailandia. Miles de colegios de Indonesia y Malasia tuvieron que cerrar sus puertas por la contaminación del aire, provocando la muerte de 19 personas y medio millón sufrieron afecciones respiratorias.

Bosque en Rambutan (Sumatra) arrasado por las llamas.

Por su parte, los incendios en Siberia y el oriente de Rusia, han devastado 3 millones de hectáreas, provocados en este caso por las altísimas temperaturas de este verano y los fuertes vientos, una combinación que las autoridades de la Agencia Forestal Federal de Rusia han definido como la “peor de todos los tiempos”.

A finales del verano ruso, las cifras oficiales reconocían que permanecían activos 246 focos de incendios (113 en Yakutia, 73 en Irkutsk y 60 en Krasnoyarsk) que abarcan esos tres millones de hectáreas de bosques, en especial de coníferas o pinos siberianos, a los que los rusos llaman ‘cedros’. La región boscosa de Rusia ocupa casi el 45% del país y el humo los incendios afectó a ciudades con más de un millón de habitantes como Novosibirsk y Krasnoyarsk.

La dimensión del desastre ha sido tal, que el propio presidente ruso Vladímir Putin no dudó en atribuir los incendios forestales al cambio climático, afirmando que “los desafíos del clima son evidentes” y que la temperatura de Rusia está subiendo 2,5 veces más rápido que la del resto del Planeta.

La vegetación que se vio afectada por los incendios es diversa, pues en la taiga además de los árboles, se encuentran numerosas especies vegetales endémicas. Los especialistas consideran que los bosques del norte de Siberia necesitarán más de un siglo para reponerse.