Qué comemos y cómo nos abastecemos tiene un enorme impacto en el Planeta

08 dic 2021

Pocas veces advertimos la proeza cotidiana que supone alimentar a una ciudad. La mayoría de sus habitantes no son conscientes la inmensa maquinaria que se pone en marcha cada día para hacer llegar los alimentos a nuestra mesa. Y mucho menos, del impacto que eso tiene sobre nuestra vida y el Planeta que habitamos.

Tras un simple café matinal se oculta la proeza cotidiana, poco advertida, que supone alimentar a una ciudad.

No hablemos de extravagancias como hacer llegar a nuestra mesa un café Kopi Luwak de Indonesia, que se elabora a partir del excremento de la civeta, un animal que se alimenta con granos de café cerezo los cuales digere y defeca. Es considerado el mejor café del mundo y una taza del mismo puede costar hasta 100 dólares.

Ni del caviar Almas que proviene del esturión beluga albino del Mar Caspio (Irán) considerado el alimento más caro del mundo ya que una lata cuesta 25.000 dólares.

Vayamos a un ejemplo cotidiano. Cada mañana iniciamos el nuevo día con una taza de café, la tercera bebida más consumida en el mundo, solo por detrás del té y del agua. Con ella, muchos ponemos en marcha nuestro día y cerramos nuestras comidas y cenas.

Pero se trata de un producto que proviene en su gran mayoría (80%) de solo 7 países intertropicales dónde se cultiva: Brasil, Vietnam, Colombia, Indonesia, Etiopía, Honduras e India, más algunos de producción más pequeña y exclusiva como Jamaica (que produce el Blue Mountain, considerado el de mejor sabor), Perú, Kenya o Costa Rica.

Es decir que detrás de nuestro café cotidiano hay una descomunal serie de actividades de producción, cosecha, transporte, actividad portuaria y distribución que exige un consumo de combustibles fósiles con un impacto negativo para nuestro Planeta.

Cuanto más lejano es el origen del producto del lugar de consumo, peores serán las consecuencias ambientales. Hemos ‘globalizado’ la cultura de la alimentación, lo que en sí mismo no es negativo. Pero quizás sea hora de advertir la necesidad de planificar cómo debiéramos alimentarnos para no destruir el Planeta para producir alimento, como hoy estamos haciendo.

UNA RELACION TOXICA

Aunque desde hace algunos años asoma una nueva conciencia sobre las relaciones entre la industria alimentaria, los procesos de conservación y nuestra salud, y se acrecienta el interés ciudadano por consumir productos de cercanía, la manera en que, en general, nos alimentamos habla de cómo somos y de nuestra tóxica relación con la naturaleza.

Una apuesta por dietas más saludables, por el sabor fresco y natural de los productos y una reducción del consumo de productos grasos debería señalar el camino hacia ciertos cambios en nuestra alimentación.

Es que “el sistema agroalimentario moderno constituye la mayor catástrofe ecológica de nuestro tiempo” por su devastador impacto sobre el equilibrio de los ecosistemas, la conservación de la biodiversidad y la vida humana. Es lo que sostiene Carolyn Steell, una arquitecta y urbanista británica, autora de “Ciudades hambrientas”, un brillante alegato sobre cómo el alimento moldea nuestras vidas

La profesora Steell recuerda que “la agricultura industrial genera un tercio del total de emisiones mundiales de gases de efecto invernadero”, lo que la convierte en una de las actividades humanas que más daños ocasiona al Planeta.

“La agroalimentación moderna y la deslocalización de la producción, en el marco de una economía capitalista y un mercado globalizado, representan en conjunto uno de los principales factores que contribuye al cambio climático”, explica.

Exterminio, irracionalidad y emisiones: Aletas de tiburón ecuatoriano para mesas asiáticas a miles de kms.

Si nos detenemos a pensar –dice Steell– que para alimentar a una ciudad como Londres, hay que producir, importar, vender, cocinar, comer y eliminar, todos los días, unas treinta millones de comidas, “resulta sorprendente que quienes vivimos en los núcleos urbanos consigamos comer”.

Para conseguir esa proeza cotidiana, la mayoría de sus ciudadanos no son conscientes de las consecuencias que tienen sobre nosotros y sobre el Planeta. Para lograrlo hemos industrializado nuestra alimentación, la hemos sometido a químicos, conservantes, fertilizantes, pesticidas, etc.; destruido ecosistemas; eliminado los cultivos naturales de las periferias urbanas; desplazado pequeños comerciantes por grandes supermercados y alterado la composición de lo que comemos, con secuelas de obesidad, diabetes y enfermedades coronarias.

Steel hecha luz sobre la precisa y arrasadora maquinaria global que ha logrado dominar al mundo natural y diseñado las ciudades modernas para garantizar que grandes corporaciones y cadenas de supermercados tuvieran el manejo de los alimentos: En la industria alimentaria moderna, los pequeños productores, los pequeños proveedores y los pequeños comerciantes… son reliquias de un tiempo pasado. Las ciudades antiguas eran alimentadas por miles de individuos; un exceso, si se quiere, de personas que, o bien comercializaban ellos mismos la producción, o bien la ofrecían a proveedores para que la vendieran por ellos”.

Es que el suministro de alimento tiene una importancia estratégica tan vital que las ciudades en el pasado tenían, en su mayoría, alguna legislación tendiente a impedir el monopolio. Era necesario que nadie tuviera una cuota de mercado demasiado amplia para algún alimento o gestionara más de una de las fases de la cadena alimentaria.

Para Corinna Hawkes, profesora de Política Alimentaria en la Universidad de Londres, los desafíos que enfrentamos para reformular los sistemas alimentarios son enormes: “El hecho de reformular los sistemas alimentarios para que logren mejores resultados implica cuestionar la forma en que se hacen las cosas actualmente y el poder del sistema. El mayor desafío para las ciudades es la desigualdad: en ellas reside un gran número de personas muy ricas y, al mismo tiempo, un número mucho mayor que sufre explotación y pobreza”.

Hawkes advierte que “hay mucho trabajo por hacer en cuanto a los sistemas alimentarios y por fuera de ellos para abordar el problema de la desigualdad urbana. Por ejemplo, abordar la distribución desigual de la riqueza entre quienes controlan y gestionan los sistemas alimentarios y quienes trabajan para ellos a cambio de una miseria. Estas desigualdades existen dentro de las ciudades y entre las zonas urbanas y rurales”.

Es que, a lo largo de los últimos 200 años hemos “comprado” la idea de disponibilidad de todo durante todo el año, un mito asentado en dos ideas nefastas: el progreso permanente y el hombre como rey y señor de la naturaleza.

Si para poner algunos productos no alimentarios en destino y en determinados plazos, la logística del comercio internacional es ya sorprendente, hacerlo con alimentos que pueden deteriorarse con rapidez, es alucinante, costoso e irracional.

Steell lo vincula con una idea ingenua del paraíso, donde Adán y Eva podían tomar cualquier fruto porque todo estaba a su disposición. Esta interpretación ‘bíblica’ de la realidad, a la que es enfermizamente proclive la cultura de EEUU, es la que está detrás de la creación de un “paraíso artificial” donde todo es posible, el mito fundacional de ese país.

“Esa cultura la hemos heredado de Estados Unidos –afirma la urbanista británica– la de crear una suerte de paraíso artificial en el que hay comida por todas partes. Allí vas a un cine y te dan una bandeja con menús de mil tipos para ver una película, lo mismo en cualquier evento deportivo. A cada paso, en cualquier calle, te topas con locales de comida rápida o para llevar. Eso se ha globalizado, y hemos creado una suerte de paraíso industrializado, completamente insano e insostenible”.

La comida es vida y su consumo está ligado a la inmediatez. En el pasado, evitar su rápido deterioro condujo a procesos naturales como la salación, el ahumado o el encurtido. Pero no parece razonable trasladarla a miles de kilómetros y de días para consumirla.

Esa disparatada idea es el resultado de la pretensión de someter a la naturaleza a nuestro capricho y disponer de sus recursos como un “amo dominante”. Y expresa claramente el vínculo que hemos establecido con ella.

MOMIFICANDO

Para lograr ese dominio sometemos la comida a diversos procesos de conservación. Según un estudio sobre carcinogénesis, conservantes y aditivos deL InChem (International Programme on Chemical Safety) programa de colaboración de tres organismos de la ONU (OMS, OIT y PNUMA) señala que muchos de esos elementos se transforman en sustancias tóxicas al digerirse, ya que los nitritos y nitratos cuando se combinan con los jugos y las enzimas estomacales, pueden convertirse en agentes cancerígenos.

Por ejemplo, los denominados E-250, E-251y E-252, presentes en diversos alimentos son peligrosos por contener nitrato de sodio y nitrato de potasio. Como señala una investigación publicada en World Journal of Gastroenterology, una mayor ingesta de nitritos y nitrosamina eleva el riesgo de cáncer de estómago y además, se asocian con el cáncer colorrectal, de mama y de vejiga.

Algunos aditivos alimentarios y sus peligros para la salud.

Otro estudio publicado en la revista Nature, revela que los conservantes artificiales que se usan en muchos de estos alimentos pueden aumentar el riesgo de enfermedades inflamatorias intestinales y trastornos metabólicos.

Por si quedara alguna duda, en un documento interno, Nestlé –la mayor corporación alimentaria del mundo– reconoce que dos tercios de sus productos atentan contra la salud y no son saludables. Así lo confirma en un documento que la directiva hizo circular entre sus altos ejecutivos, a principios de este año y que hizo público Financial Time en junio pasado.

En su documento ‘reservado’ Nestlé va más lejos: acepta que más del 60% de “algunas de nuestras categorías y productos nunca serán ‘saludables’ sin importar cuánto renovemos”. Y aún más grave: el 96% de sus bebidas y el 99% de sus productos de confitería y helados son insalubres, y un 40% de sus lácteos –productos que tienen como consumidores preferentes a los niños no resultan saludables (Ver Más Azul n°21, junio 2021, “Dos tercios de los productos de Nestlé atentan contra la salud”).

Entre los productos más nocivos se destacan los cereales para el desayuno, los helados, las pizzas preparadas, las golosinas y los chocolates, por su alta carga de azúcares añadidos, grasas saturadas y sal.

Algunas de sus aguas para niños contienen colorantes caramelo IV, de nombre inofensivo pero que se elabora con amonios y sulfuros que producen unos supbroductos que causan cáncer (https://www.cspinet.org/new/FDA Urged to Prohibit Carcinogenic “Caramel Coloring”.html). Y otras, llevan colorantes que provocan cambios en la conducta e hiperactividad en los niños (www.cspinet.org/new/pdf/bateman.pdf).

Marion Nestle, profesora emérita de la Universidad de Nueva York (que pese a la coincidencia de su apellido no tiene relación alguna con la corporación) es una de las voces más reconocidas en EEUU sobre nutrición y política alimentaria. Multipremiada por sus investigaciones sobre la industria de los alimentos, explica porqué Nestlé y el resto de la industria tienen dificultades para producir alimentos saludables: “El trabajo de las empresas de alimentos es generar dinero para los accionistas y generarlo lo más rápido y en la mayor cantidad posible. Van a vender productos que llegan a una audiencia masiva y son comprados por la mayor cantidad de gente posible, que la gente quiere comprar, y eso es comida chatarra”.

Marion como Steell ponen de manifiesto la poderosa influencia de las empresas en las decisiones sobre qué comemos y cómo el marketing con el que nos venden los alimentos, tiene una enorme responsabilidad en la epidemia de obesidad, sobrepeso y diabetes tipo 2 que viven hoy las sociedades occidentales.

La primera, advirtió en su libro Food Politics, que la industria determina lo que come la gente y crea las condiciones que predisponen a la obesidad: “Estás eligiendo esos alimentos, y no otros, no porque tengas todas las opciones del mundo a tu alcance, sino porque esos alimentos están ahí y se te han presentado como algo normal, razonable y apropiado”. Y recuerda que la industria alimentaria usa las mismas técnicas de marketing que utilizó la industria tabacalera para ocultar los severos daños a la salud que sus productos ocasionaban.

REGENERAR EL SISTEMA

Es imprescindible y urgente, por tanto, restablecer el vínculo con el mundo natural y recuperar la relación tradicional de la ciudad con la comida. Pero cómo hacerlo frente a un modelo productivo que domina todas las fases de los alimentos?

Steell apunta algunos caminos: “Si deseamos alimentarnos de manera sostenible será preciso emplear técnicas que imiten a la naturaleza… es fundamental rediseñar los espacios en los que ésta se desarrolla: la arquitectura urbana y la planificación de alimentos juegan un papel clave a la hora de apoyar la revolución del sector agroalimentario y promover la sostenibilidadapoyar mercados de alimentos locales y utilizar la comida como herramienta para reducir el impacto del consumo urbano”.

En diversas ciudades del mundo se empieza a reconsiderar el importante rol alimentario de sus periferias, impulsando programas de regeneración y de apoyo a comunidades de pequeños agricultores y granjas, lo que permitiría recrear crear sistemas alimentarios más regionales, estacionales y proveedores de alimentos más sanos y frescos.

José Graziano da Silva, director de FAO insiste en que la transformación de los sistemas alimentarios es urgente: Tenemos que integrar acciones desde la producción hasta el consumo de alimentos. Las ciudades tienen un papel fundamental en esta transformación tan necesaria de nuestros sistemas alimentarios. Ya no podemos pensar en las áreas rurales y urbanas como una dicotomía, como cosas disociadas. El desarrollo sostenible requiere el fortalecimiento de los vínculos rurales-urbanos basados en un enfoque territorial. Necesitamos promover un continuo rural-urbano”.

Para Steel, considerada “una de las diez mayores visionarias del siglo XXI” según ‘The Ecologist Magazine’, con una intensa actividad académica en London School of Economics, London Metropolitan University y la Universidad de Cambridge, “la búsqueda de comida barata ha conducido a una ‘guerra contra la naturaleza’” con la deforestación de bosques, la degradación del suelo a causa de los productos químicos, la reducción del número de insectos y aves o el despilfarro de recursos hídricos irremplazables. “La interacción de estas ‘dinámicas insostenibles’ no sólo destruye los medios de subsistencia, sino que también enferma a los seres humanos”.

Y desvela la complicidad de muchos gobiernos: “Muchos políticos dicen que ahora come más gente que nunca en el mundo, y con eso dan por zanjado el problema, pero éste sigue ahí y es enorme: un gran porcentaje de esa gente no come bien, ni sano, ni de manera sostenible. Decir que la comida basura es necesaria o que la producción en masa es necesaria –y por tanto el perjuicio del planeta es necesario para que puedan comer los pobres– es algo demencial”.

Por eso sostiene que “cualquier planteamiento que pretenda combatir los desafíos socio-ambientales debe estar atravesado por la perspectiva del alimento como entidad más preciada”.