Como hemos señalado en la primera parte de esta nota (Ver n° 29, feb 2022) la “toxificación del planeta Tierra se intensifica”. Es lo que advierte el relator de Naciones Unidas, David Boyd, que alerta sobre la producción, uso y desechado de productos químicos peligrosos que registran un aumento acelerado.
Un ejemplo de ello es el incremento desmedido del el uso de agroquímicos en la agricultura industrial. El sector lo defiende pese a reconocer que perjudican el medioambiente y la salud humana. Pocas defensas quizás expongan mejor que la que formula el grupo mexicano Sacsa, un conglomerado empresarial de la familia Godoy Angulo dedicada a la comercialización de semillas, fertilizantes y agroquímicos de marcas líderes en el mundo (Ver Más Azul n° 25, oct. 2021 “El gigante Bayer y las abejas”).
En su página oficial, la corporación mexicana presenta las ‘ventajas y desventajas’ del uso de “agroquímicos”, ideados para controlar pestes y aumentar los cultivos. Como hemos señalado en esa nota, su síntesis ejemplifica porqué lo usa la industria, pese a su manifiesta nocividad.
El grupo Sacsa reconoce dos desventajas: 1. Insostenibilidad de los suelos (por ej. el uso repetido del nitrógeno, puede causar un desequilibrio en el pH de la tierra, dejándola inutilizable para el cualquier tipo de crecimiento, lo que obliga a incorporar nutrientes adicionales, que aumentan el costo y la dependencia química); y 2. Toxicidad (muchos agroquímicos son altamente peligrosos para los seres humanos y los animales en sus formas concentradas, como sucede con los fertilizantes gaseosos de amoníaco anhidro que pueden fluir a grandes distancias y ser fatales).
Pero eso se compensa, según Sacsa, con dos claras ventajas: 1.Aumento de los cultivos (menos malezas y pestes; más nutrientes; frutos más grandes y abundantes) y 2. Efectividad en cuanto a costos (entendiendo ese beneficio sin externalidades ya que no contempla ni los costos ocultos del deterioro de los suelos ni la competitividad de opciones no químicas ya que se coteja con agroquímicos tradicionales de un solo nutriente y por tanto más baratos).
El reconocimiento no es de una ONG ambiental sino de uno de los mayores grupos de comercialización de agroquímicos en América Latina que reconoce que su uso es peligroso y requiere equipamiento y capacitación especializados.
Como puede apreciarse, las ventajas son económicas, de beneficios para unos pocos (empresas agroquímicas, revendedores y productores agrícolas que los utilizan) mientras los perjuicios son sobre bienes de todos (suelos, medioambiente y salud). Los costos de esos daños los pagamos todos, pero no participamos en los beneficios.
Las corporaciones del sector cuestionan esta última afirmación pues sostienen que todos nos beneficiamos con “comida más barata”, una vieja y falsa afirmación refutada por la realidad de los sectores más pobres y vulnerables del mundo –que tal como lo señala Naciones Unidas–no alcanzan a acceder a una dieta saludable. Y con las demoledoras pruebas científicas sobre los daños en la salud pública que provoca la comida industrial y que Nestlé ha reconocido en sus propios informes internos.(Ver Más Azul n° 21, junio 2021, “Dos tercios de los productos de Nestlé atentan contra la salud”)
La científica británica Carolyn Steel, en su libro ‘Ciudades hambrientas’, devela la vasta y minuciosa maquinaria global de la industria alimentaria para dominar al mundo natural y concentrar en sus manos el acceso global a nuestra comida: “El sistema agroalimentario moderno constituye la mayor catástrofe ecológica de nuestro tiempo debido a su devastador impacto sobre el equilibrio de los ecosistemas, la conservación de la biodiversidad y la vida humana”.
Todos nos alarmaríamos si se desatara en nuestros territorios una “guerra química”, entendiendo por tal, aquella que utiliza las propiedades tóxicas de determinadas sustancias químicas para destruir al enemigo. Debido a su capacidad de destrucción, las químicas han sido clasificadas como armas de destrucción masiva por Naciones Unidas, y su producción y almacenamiento son ilegales desde la Convención de armas químicas de 1993. El mundo recuerda con horror su uso en las dos Guerras mundiales con más de 100.000 muertes y un millón de víctimas.
Sin embargo, hoy estamos sometidos a un creciente bombardeo de productos químicos tóxicos sin percibir que esa “guerra” está provocando 7 millones de muertes cada año y que el resultado de su uso en progresivo aumento –como advierte el PNUMA– traerá un empeoramiento de la salud y el medioambiente.
“El mundo está en dificultades para enfrentar las amenazas químicas de antes y de ahora”, recuerda Boyd. Una cuarta parte de la carga mundial de morbilidad se atribuye a factores de riesgo ambientales evitables, la inmensa mayoría de los cuales implica la exposición a la contaminación y a las sustancias tóxicas.
Esa “guerra química” tiene sus más duros exponentes en las sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas, los microplásticos y nanopartículas, los plaguicidas neonicotinoides, los los residuos farmacéuticos y los hidrocarburos aromáticos policíclicos. Todos ellos se manifiestan en nuestros organismos con graves consecuencias.
Las sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas, (PFAS, por sus siglas en inglés) son un grupo de más de 4.700 agentes químicos sintéticos tóxicos, ampliamente utilizados en la industria, que se acumulan a lo largo del tiempo en los seres humanos y en el medio ambiente. Su alta persistencia hace que se las considere “sustancias químicas eternas”.
Están presentes en envoltorios de comida rápida, repelentes de manchas, utensilios de cocina antiadherentes, productos de cuidado personal y muchos otros bienes de consumo. Pueden provocar problemas de salud como daños hepáticos, enfermedad tiroidea, obesidad, problemas de fertilidad y cáncer.
Las investigaciones científicas han demostrado que la casi totalidad de los que viven en países industrializados tienen sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas en su organismo. La UE estima que los costos relacionados con la salud que le provocan estas sustancias alcanzan los € 84.000 millones anuales a los que deben sumarse los costos de tratamiento y recuperación del suelo y las aguas contaminadas que pueden alcanzar los € 170.000 millones.
Otras sustancias como los microplásticos se incorporan a la cadena alimentaria en todo el ecosistema mundial y, en última instancia, terminan en nuestros cuerpos. De los millones de toneladas de plástico que se arrojan cada año a los océanos, entre 15 y 30% son microplásticos, según datos de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN).Estos desechos marinos nunca se biodegradan completamente. En su lugar, las olas y la luz del sol lo van triturando en trozos cada vez más pequeños y más peligrosos, que facilitan su ingestión en animales marinos y a través de éstos en los humanos.
Se trata de pequeñas partículas sintéticas derivadas de plásticos, petróleo o de productos de consumo hogareño, de un tamaño inferior a 5 milímetros de diámetro, lo que los hace difíciles de detectar. Las estamos ingiriendo a través de la alimentación y aunque recién empieza a estudiarse su toxicidad sobre nuestro organismo, amenaza con convertirse en una epidemia invisible de escala planetaria por la posibilidad de que el plástico ingerido produzca alteraciones genéticas y respuestas inmunitarias anormales.
Una investigación presentada en la Semana Europea de Gastroenterología (2018) mostró microplásticos en los intestinos de habitantes de países tan diversos como Japón, Reino Unido o Austria. Se trata de un problema de alcance global. El mayor problema de su toxicidad parece provenir de sus componentes, los aditivos que puedan tener y los contaminantes que absorben.
En 2019, un equipo científico de la British Columbia University (Canadá) realizó el análisis de una serie de alimentos y revisó 26 estudios previos que revelaban partículas de microplásticos en más de 3.600 muestras de pescados, mariscos, azúcares añadidos, sal, alcohol, aire y agua embotellada y de red.
Ese estudio, publicado por Environmental Science and Technology Review, alertó que una persona puede ingerir y respirar entre 70.000 y 121.000 partículas de microplásticos por año (muchas veces microscópicos) provenientes de plásticos degradados en el medio ambiente.
Un dato preocupante es el hallazgo de componentes plásticos, ya sean monómeros como el bisfenol-A o aditivos como los ftalatos y parabenos en la orina de los niños, que pueden tener efectos graves sobre la salud, especialmente en el sistema hormonal alterando, según los expertos, el funcionamiento endocrino.
Investigaciones recientes demuestran que los microplásticos se correlacionan con muchos problemas de salud, como daño pulmonar y cardíaco, cáncer e incluso mutaciones genéticas.
Los seres humanos estamos siendo expuestos a sustancias tóxicas a través de alimentos y bebidas, por la respiración, por contacto con la piel e incluso a través del cordón umbilical en el propio vientre materno, como ha podido probarse con algunas sustancias tóxicas encontradas en recién nacidos.
Los estudios de bio-monitorización revelan la presencia de residuos de plaguicidas, ftalatos, pirorretardantes, sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas, metales pesados y micro-plásticos en nuestro organismo.
Por su parte, los plaguicidas neonicotinoides, como la mayoría de los agroquímicos, son tóxicos y tienen impacto negativo sobre el medio ambiente y los cultivos. Estos químicos insecticidas hechos a base de neonicotinoides actúan sobre el sistema nervioso central de los insectos, pero también tienen un impacto tóxico menos letal sobre aves y mamíferos. En 2013, la UE vetó su uso en cultivos de maíz, girasol, trigo, colza, cebada y avena y en 2018, prohibió el uso de tres pesticidas neonicotinoides (clotianidina-Takeda y Bayer, imidacloprid-Bayer y tiametoxam-Syngenta), tras las advertencias de la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) sobre el exterminio que provocaba en la población de abejas y otros polinizadores.
Numerosos estudios habían adelantado la nocividad de los tres insecticidas. Científicos de todo el mundo coinciden en que el uso de neonicotinoides es el origen de la alarmante mortandad de abejas y que este tipo de insecticidas deberían estar prohibidos hace tiempo. Sin embargo, el imidacloprid, fabricado por Bayer, es uno de los insecticidas más empleados en el mundo y solo en 2010 se produjeron unas 20.000 toneladas de sustancia activa.
Bayer con su enorme poder ha hecho lobby sobre autoridades y científicos para evitar los cuestionamientos y retrasar las prohibiciones. Pese a las innumerables investigaciones que demostraban que los neonicotinoides mataban no solo plagas, sino también abejas y otros animales, ha tratado que los científicos no publicaran sus conclusiones sobre los daños medioambientales y contra la salud humana.
En 2018, el grupo alemán compró la estadounidense Monsanto en u$s 63.000 millones, convirtiéndose en el gigante mundial de pesticidas y semillas. Monsanto fabrica el tóxico herbicida RoundUp. En 2021, tras recibir en EEUU unas 125.000 demandas por efectos cancerígenos del Roundup, Bayer deberá pagar a una parte de los demandantes unos u$s 10.900 millones, al determinar un jurado de EEUU que el Roundup era un ‘factor sustancial’ del cáncer
Pese a esos antecedentes, los insecticidas derivados de la nicotina –muy tóxicos– son comunes en la agricultura intensiva alrededor del mundo. Dos grandes productores de alimentos con destino mundial, como Brasil y Argentina, hacen un uso indiscriminado de ellos.
Brasil ya era, según FAO, el mayor importador de plaguicidas del mundo y uno de sus principales consumidores, pero el gobierno de Bolsonaro desde su llegada al poder, lo ha convertido en el paraíso de los pesticidas. En enero de 2019 aprobó –como denunciara el New York Times– 290 agroquímicos y abrió la puerta a otros 530 productos más, muchos de los cuales están prohibidos en EEUU y Europa. Ese año alcanzó el récord histórico de 475 aprobaciones de pesticidas y en 2020 se agregaron otras 200 nuevas aprobaciones. Entre ellas, 87 productos extremadamente tóxicos y 34 altamente tóxicos, según los propios organismos del país.
Un ejemplo es el sulfoxaflor, de Dow Agrosciences que fue suspendido en EEUU en 2015. En Brasil se utiliza para fumigar algodón, cítricos, frijoles, melón, sandía, soja, tomate y trigo, con algunas restricciones muy poco controladas. También el fipronil, prohibido en Francia hace casi 20 años, se utiliza en los cultivos de manzana, algodón, arroz, cebada, maíz, soja, trigo y girasol y en collares antipulgas para mascotas. Se trata de un insecticida moderadamente tóxico y muy peligroso para el medio ambiente. Además se han aprobado productos que tienen como base el diquat, un herbicida prohibido en la UE en 2018 por su alto riesgo para los trabajadores y los residentes de áreas cercanas a la aplicación del producto.
La complicidad con los fabricantes es tal que propia ministra de Agricultura, Tereza Corrêa da Costa, sostiene que los informes sobre la contaminación por pesticidas son “noticias falsas” y que quienes las publican son “enemigos de la agricultura brasileña”.
Argentina sigue el mismo camino de su socio del Mercosur. Es uno de los países de mayor consumo de agroquímicos (en especial plaguicidas y fertilizantes), utilizando agrotóxicos peligrosos como los herbicidas glifosato, atrazina y paraquat (empleados en cultivos de soja, maíz, tabaco y ots.) así como insecticidas como cipermetrina, clorpirifos, fipronil e imidacloprid en hortalizas, frutales, maíz, etc).
En Argentina se usan 107 plaguicidas prohibidos en el mundo, un tercio de ellos considerados “altamente peligrosos” por la OMS. El ejemplo más brutal es el uso popularizado del glifosato Roundup (Monsanto-Bayer) cuya adquisición los argentinos hacen en cualquier comercio y sin restricción alguna, cuando hay fallos como el de la Corte estatal de Oakland, en California (EEUU) que estableció que la exposición reiterada al producto era causa del linfoma no hodgkiniano y otros riesgos gravísimos para la salud de sus usuarios.
El peligro de esa expansión de químicos tóxicos es evidente, siendo ambos países grandes productores y exportadores de alimentos. Brasil, tercer mayor exportador mundial de productos agrícolas, estimula a tal punto su uso para obtener mayores rendimientos, que un permiso para vender pesticidas que en EEUU supera el medio millón de dólares, en Brasil solo cuesta unos u$s 1.000.
Ambos países, entre otros, se han convertido en verdaderos “cómplices” del proceso de toxificación del Planeta, por su relevancia en la producción alimentaria global. Johannes Cullberg, un empresario sueco que está desafiando el oligopolio en el mercado de comestibles de su país a través de Paradiset y es un influencer premiado por su labor en favor de la salud y la sostenibilidad, decidió actuar: “Comprendí que no puedo soportar ese tipo de comportamiento. Me di cuenta de que la única forma de mostrar mi insatisfacción es boicotear todos los productos brasileños en nuestras tiendas”.
Quizás haya llegado la hora de tomar en cuenta los tóxicos que estamos incorporando por contaminación en el aire, el agua y los suelos, encender las alarmas ante la “guerra química” a la que estamos sometidos y alentar decisiones como las de Cullberg.