El cambio climático y el abuso de plaguicidas provocan un grave deterioro de los suelos

09 may 2022

Con sus crecientes demandas, la humanidad está presionando a la naturaleza más allá de sus límites.  La vida en la Tierra no sería posible sin los servicios de la naturaleza. Es nuestro mayor bien común. Y la mayoría de las industrias depende de ella.

Hay innumerables insectos polinizadores de los que dependen nuestros alimentos.

Pero en los últimos 50 años, mientras la población humana se duplicaba, el tamaño de la economía mundial se multiplicaba por cuatro y el comercio mundial por diez. Hoy se necesitarían los recursos de 1,75 Planetas Tierra en el año (Red Global de la Huella Ecológica), para satisfacer a los humanos cada año. Pero tenemos una sola naturaleza.

En este mismo número de Más Azul publicamos “Hacer las paces con la naturaleza”, un plan científico del PNUMA destinado a abordar la triple emergencia del clima, la biodiversidad y la contaminación que soporta el Planeta (Ver sección Informes).

Esa presión está generando en diversos ámbitos distorsiones y deterioros ambientales de enorme impacto, cuyas consecuencias pueden derivar en el colapso de determinadas actividades. Una de ellas –de la mayor importancia– es la producción de alimentos.

Un colapso en ciernes

Diversos estudios muestran un peligroso descenso global de insectos y polinizadores, que son decisivos para el desarrollo de los principales cultivos alimentarios y para el propio futuro del Planeta. Los insectos contribuyen a mantener bajo control las plagas, además de liberar nutrientes en el suelo mediante la descomposición de materia y algunos de ellos son importantes polinizadores sin los cuales diversos cultivos no existirían. (Ver Más Azul n°1, oct. 2019 “La batalla por las abejas” y n° 16, enero 2021, “¿Humanidad vs Naturaleza?”).

Un reciente estudio publicado en la revista Nature (Charlotte Outhwaite, Peter McCann y Tim Newbold, ‘Agriculture and climate change are reshaping insect biodiversity worldwide’, abril 2022) advierte que, tras evaluaciones ambientales mundiales, algunas zonas agrícolas muestran un descenso del 63% en la población de insectos.

Los investigadores, pertenecientes al Centro de Investigación de la Biodiversidad y el Medioambiente del University College London, muestran que la interacción entre los índices de calentamiento climático histórico y el uso intensivo de la tierra agrícola está asociada con reducciones de casi el 50% en la abundancia y el 27% en el número de especies dentro de los conjuntos de insectos en relación con aquellos en hábitats menos perturbados con tasas más bajas”.

La investigación ha demostrado que los cambios en la biodiversidad son impulsados principalmente por el cambio en el uso de la tierra y el cambio climático. Las reducciones en la abundancia y riqueza de insectos asociadas con el uso de la tierra agrícola y el calentamiento climático sustancial, alcanzan hasta el 63% “en lugares donde hay menos hábitat natural presente”, es decir donde la actividad agrícola industrial es más intensiva.

“La disminución de insectos –afirman los científicos británicos– es mayor en las zonas agrícolas de alta intensidad de los países tropicales, donde los efectos combinados del cambio climático y la pérdida de hábitat son más profundo”. Y alertan acerca de que, como “la mayoría de las 5,5 millones de especies del mundo viven en estas regiones… (las de) mayor abundancia de insectos del planeta, pueden estar sufriendo un colapso sin que nos demos cuenta”.

Para producir volúmenes aceptables, la agricultura y la producción de alimentos requieren de cierta predictibilidad del clima y de las condiciones de los cultivos. Alteraciones en el ciclo de lluvias, bruscas sequías e inundaciones, súbitos cambios de temperatura, etc. trastornan el ciclo reproductivo de las plantas y perjudican el rendimiento.

La crisis climática que padecemos está sometiendo a los alimentos que consumimos, a unas presiones dramáticas. Ante los crecientes fenómenos climáticos extremos y el deterioro de los suelos, se multiplican las malezas plagas y hacen su aparición plagas y nuevas enfermedades en los cultivos.

Los efectos de esas perturbaciones son múltiples. Por el lado de los productores de alimentos, afrontan mayores costos de producción, mayor uso de plaguicidas y fertilizantes, pérdidas de cosechas o reducciones en sus rindes, todo lo que se traslada al costo que asume el consumidor.

Por el lado de los científicos, crece la alarma ante el adelantamiento de los ciclos de floración y polinización por parte de abejas y otros polinizadores que, en algunas regiones se aproxima a medio mes, como reveló un estudio (Nature Ecology & Evolution) que verifica que una mayor temperatura altera el metabolismo de los insectos con menores resultados en la polinización y riesgo de que una helada pueda diezmar la población.

Alimentos básicos como el pan, el café o el cacao podrían desaparecer de nuestra mesa si se agudizan las actuales alteraciones del clima. No por su extinción, sino porque la reducción de sus rendimientos incrementen sus precios de tal modo que terminen siendo productos de lujo (Ver Más Azul n° 4, enero 2020, “El cambio climático pone en riesgo alimentos básicos”).

Nuestros amigos: los insectos

La sociedad urbana desarrollada bajo los parámetros artificiales de la revolución industrial ha consolidado –en su “guerra con la naturaleza” – un miedo irracional a los insectos (entomofobia), muy extendido entre los humanos. La fobia es tal que para saciar instintos ‘asesinos’ hemos contribuido a alentar una industria que se encarga de matarlos de las maneras más crueles (gasificación, envenenamiento de sus colonias o nidos, electrificación, etc) mientras contamina silenciosamente nuestros propios hábitats.

Es tan irracional la conducta que bastaría con asistir a un par de clases de entomología para saber el importante rol que juegan en la naturaleza y en nuestra propia subsistencia. Pocos amantes del chocolate saben que para que esa delicia llegue a sus bocas tuvieron la colaboración del mosquito de la agalla que cumple un rol fundamental en la polinización del cacao. Las ‘odiadas’ hormigas tienen un papel decisivo en los ecosistemas, por los diversos servicios que realizan: transporte de nutrientes, descomposición de materia orgánica o dispersión de semillas.

Sin embargo, el número de insectos está disminuyendo de forma drástica. La pérdida de biodiversidad que representa, pone en peligro los medios de subsistencia y la seguridad alimentaria de los humanos y debería constituir una preocupación urgente ante la dimensión actual del problema.

Es que el impacto de la acción humana sobre los recursos naturales en los últimos 200 años ha llevado a muchos ecosistemas a operar en sus límites, sin comparación con ninguna otra etapa anterior del hombre sobre el Planeta. Y obliga a preguntarse ¿cuándo perderán su capacidad de regenerarse?

Pero la vida en nuestra “casa común” se muestra como una intrincada, mágica e increíble red de mutuas dependencias. Un valioso ejemplo de ello es el papel que cumplen en nuestro entorno, las abejas. Para FAO “Las abejas juegan un papel importante, aunque poco reconocido, en la mayoría de los ecosistemas terrestres cubiertos por vegetación verde por lo menos 3 a 4 meses al año. En selvas, sabanas, bosques, manglares y bosques caducifolios templados, muchas especies de plantas y animales no sobrevivirían si las abejas desaparecieran”.

Según expertos del IPBES, más de un tercio de los alimentos que consumimos diariamente dependen de la polinización de las abejas, que además de aportar su miel, son seres indispensables para un equilibro vital en la Tierra. Miles de plantas dependen de las abejas. El 75% de la flora silvestre se poliniza gracias a ellas. Su ausencia determinaría la pérdida de una gran biodiversidad, ya que sólo proliferarían plantas que se polinizan con el viento o a través de algunos animales.

Sin embargo, más del 40% de los polinizadores invertebrados, en particular abejas y mariposas, están amenazados de extinción, como alerta Naciones Unidas. El proceso de su rápido declive y el de otros insectos generaría, según los científicos, una crisis alimentaria de magnitud y tendría un severo impacto sobre el precio de los alimentos. Si desaparecieran, podríamos perder no sólo todas las plantas polinizadas sino trasladar su efecto a la alimentación animal y a toda la cadena alimentaria (Ver Más Azul n°1, oct. 2019 “La batalla por las abejas”).

“De los 29 grupos de insectos, los principales son las mariposas y polillas; los escarabajos; las abejas, avispas y hormigas; y las moscas” explican los investigadores del University College London. “Se cree que cada uno de estos grupos contiene más de un millón de especies. No sólo es casi imposible controlar un número tan grande, sino que hasta el 80% de los insectos pueden no haber sido descubiertos todavía. De ellos, muchos son especies tropicales”.

Hay que entender que la mayor parte de las especies de insectos procede de los trópicos (selva amazónica, todo Brasil, gran parte de África, India y el Sudeste Asiático) con información escasamente relevada. Tomando en cuenta las pérdidas generalizadas de insectos en las zonas templadas de Europa y EEUU donde número de mariposas ha disminuido hasta en un 50 % (Europa) y una reducción del 76% de insectos voladores (Alemania), los expertos estiman que en las áreas tropicales muy explotadas, podría estar ocurriendo una catástrofe de la población de insectos.

La amenaza multiplicada de los agrotóxicos

Los insectos enfrentan no solo la amenaza sin precedentes del cambio climático y el deterioro de hábitat sino los efectos del uso intensivo de plaguicidas y otros agrotóxicos. El estudio citado revela que la “disminución de insectos es mayor en las zonas agrícolas de los países tropicales, donde los efectos combinados del cambio climático y la pérdida de hábitat se experimentan con mayor intensidad”.

Las regiones tropicales están particularmente amenazadas, por la expansión de una agro-ganadería descontrolada que responde a la presión de la demanda creciente desde los países desarrollados. Hay suficiente evidencia científica de que el comercio internacional es uno de los principales impulsores de la deforestación en el Amazonas, el Congo y África subsahariana y los bosques del sudeste asiático. Los altos niveles de deforestación provienen allí de la explotación de productos básicos alimentarios para la exportación, como soja, café, aceite de palma y cacao, a lo que se suma un acelerado consumo de carne vacuna.

La vocación crematística del actual sistema económico que hace de la ganancia el objetivo central ha aprovechado la creciente población mundial y la necesidad de satisfacer su gran demanda de alimentos para buscar extraer de la tierra el máximo de sus potencialidades, sin ninguna otra consideración que la rentabilidad.

Queda claro cuando revisamos los argumentos de los defensores de la agricultura industrial (incluidas las falacias de la “revolución verde” como se llamó entre 1960 y 1980 en EEUU, a la adopción de una serie de prácticas y tecnologías muy poco “verdes” para incrementar la productividad agrícola mediante el uso extendido de agroquímicos).

Naciones Unidas pide a los países que atiendan el uso de pesticidas que son altamente peligrosos.

Los argumentos favorables son básicamente dos: aumento de los cultivos (menos malezas y pestes; más nutrientes; frutos más grandes y abundantes) y efectividad en cuanto a costos (un beneficio que no contempla ni los costos ocultos del deterioro de los suelos ni la competitividad de opciones no químicas ya que se coteja con agroquímicos tradicionales de un solo nutriente y por tanto más baratos). El uso de plaguicidas y agroquímicos se popularizó de tal manera que hoy se denomina a esa práctica “agricultura convencional”.

Las desventajas reconocidas incluso por fabricantes y distribuidores son: condiciones insostenibles de la tierra (el uso repetido del nitrógeno, por ej., puede causar un desequilibrio en el pH de la tierra, dejándola inutilizable para el cualquier tipo de crecimiento, salvo que se apliquen nutrientes adicionales, que aumentan el costo y la dependencia química); y toxicidad y regulación (ya que muchos agroquímicos son altamente peligrosos para los seres humanos y los animales en sus formas concentradas. Por ej., altas concentraciones de un fertilizante gaseoso de amoníaco anhidro pueden fluir a grandes distancias y ser fatales).

El análisis de esta síntesis –que resume las propias presentaciones de las corporaciones del sector– muestra que las ventajas son económicas, de beneficios para unos pocos (empresas agroquímicas, revendedores y productores agrícolas que los utilizan) mientras los perjuicios son sobre bienes de todos: los suelos, el medioambiente y la salud humana. Los costos de esos daños los pagamos todos, pero no participamos en los beneficios.

Muchos de estos plaguicidas han demostrado ser perjudiciales para el medio ambiente y la salud. Se admite que aun cuando han dejado de utilizarse, algunos de ellos permanecen en los suelos durante décadas.

Pero el falaz argumento de las corporaciones para justificar su uso es que nos beneficiamos con “comida más barata”, una vieja y falsa afirmación refutada por la realidad de los sectores más pobres y vulnerables del mundo –que tal como lo señala Naciones Unidas– padecen hambre 900 millones de personas y otros 3.600 millones no pueden acceder a una dieta saludable.

Bayer: Un caso emblemático

Según FAO, casi el 80% de todas las plantas con flores están especializadas para la polinización por animales, en su mayoría insectos (que incluye a las abejas). La polinización es crucial porque muchas de nuestras verduras, frutas y los cultivos que alimentan a nuestro ganado, dependen de ella para ser fertilizados, por lo que sin insectos las consecuencias serían gravísimas.

La mayoría de los agroquímicos son tóxicos, de grave impacto negativo sobre el medio ambiente y los cultivos, a corto y largo plazo, un. Algunos contienen neonicotinoides que no solo eliminan plagas, sino que matan a las abejas y otros insectos polinizadores, de quienes dependemos para nuestros alimentos. (Ver Más Azul n°25, oct 2020, “El gigante Bayer y las abejas”).

Los agrotóxicos no solo eliminan plagas: matan a los polinizadores de los que dependen nuestros alimentos Foto: Karim Manjra – Unplash.

Pero la mayoría de las grandes corporaciones productoras lo siguen negando, para evitar los millonarios desembolso que deberían no afrontar por los daños ambientales. Cuando la UE, tras largas dilaciones, prohibió el uso de tres insecticidas dañinos para las abejas (dos de Bayer y uno de Syngenta) por causar  el declive mundial de los polinizadores, Bayer decidió no acatar la prohibición y apelar la medida, lo que fue desestimado en mayo 2020, por el Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea,

Los científicos de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria habían dictaminado en febrero de 2018, que los tres pesticidas –imidacloprid y clotianidina, fabricados por Bayer, y tiametoxam, de Syngenta– “representan un riesgo para las abejas silvestres y las abejas melíferas”.

Los tres insecticidas neonicotinoides son muy utilizados en el mundo en cultivos de maíz, colza, algodón y girasol. Al ser insecticidas sistémicos, son absorbidos por las plantas y permanecen presentes en polen y néctar, por lo que tienen directa influencia sobre la creciente disminución de las poblaciones de abejas y otros insectos.

Numerosos científicos de todo el mundo coinciden en que el uso de neonicotinoides es el origen de la alarmante mortandad de abejas y otros insectos y que deberían estar prohibidos hace tiempo. Sin embargo, el imidacloprid, fabricado por Bayer, es uno de los insecticidas más empleados en el mundo que solo en 2010 produjo 20.000 toneladas de sustancia activa.

Diversas personalidades científicas habían denunciado que no había insecticida más peligroso que el producido por Bayer. La empresa en un estudio reservado realizado internamente en 1991 admitía que su neonicotinoide dañaba el sistema nervioso central de una especie de mosca de forma irreversible. Pese a las recomendaciones para que el producto se retirara del mercado, Bayer no hizo jamás.

La industria de los plaguicidas ha seguido desarrollándose hasta la actualidad, con más de 800 tipos comercializados a nivel mundial. Hoy países productores de enormes volúmenes globales de alimentos como Brasil y Argentina (y muchos otros en el mundo) usan de forma indiscriminada esos agrotóxicos para su producción agrícola exportable. Brasil usa productos que tanto en EEUU como en la Unión Europea han sido prohibidos por sus efectos nocivos al ecosistema y la salud de los seres humanos.

Esos plaguicidas poseen una gran resistencia a la degradación, lo que en principio fue considerado un beneficio ya que sus propiedades tóxicas sobre las plagas permanecían activas mucho tiempo. Pero esa persistencia de poder residual terminó mostrando su presencia ‘invisible’ en diversas especies sobre las que se utiliza como cereales, frutas y hortalizas, de consumo cotidiano, además de contaminar por filtración las aguas subterráneas o la atmósfera circundante, por evaporación.

Su permanencia es tal que suelos dedicados a la agricultura ecológica muestran señales del uso pasado de estos compuestos. La exposición a sus efectos tóxicos es preocupante ya que muchos de los plaguicidas son disruptores endocrinos, carcinógenos, neurotóxicos o teratógenos.

Para la Organización Panamericana de la Salud (OPS) pueden causar efectos tóxicos agudos o crónicos. Su uso extendido ha causado problemas de salud y muertes en muchas partes del mundo, por lo general como consecuencia de la exposición laboral y la intoxicación accidental o deliberada. Según las estimaciones provocan unas 186.000 muertes y unos 4,4 millones de años de vida ajustados por discapacidad.

Sin contar que “la contaminación ambiental también puede llevar a la exposición humana debido al consumo de restos de plaguicidas en los alimentos y, posiblemente, en el agua potable. Si bien los países desarrollados cuentan con sistemas para registrar los plaguicidas y controlar su comercialización y uso, esto no siempre sucede en otros países”.

Reducir la intensidad de la agricultura industrial y eliminar los agrotóxicos perjudiciales para la salud humana y los ecosistemas es parte fundamental –junto a la preservación de los hábitats naturales de abejas y otros insectos, y a una mayor diversidad de los cultivos– para mitigar los efectos negativos del cambio climático.