15 jun 2022

Los bosques eran nuestros aliados en la lucha contra el calentamiento global ya que absorbían el CO2 de la atmósfera, además de darnos otros servicios ecológicos sustanciales, como aportar alimentos a insectos y aves, purificar el aire, evitar la erosión de los suelos, morigerar el impacto del calor urbano y limitar los efectos de escorrentía del agua, etc.

Los bosques ya no logran compensar las emisiones de las grandes empresas contaminadoras.

Los árboles actuaban como sumideros de carbono, tanto en su propia estructura como en el suelo donde están implantados. Aunque su capacidad de absorción de carbono es variable se estima que cada árbol almacena unos 167 kg de CO2 al año, o 1 tonelada de CO2 al año cada 6 árboles maduros. En bosques jóvenes, a más CO2en la atmósfera, los árboles crecen más rápido, acumulan más carbono, pero son más frágiles. De allí la importancia de reforestar. Los bosques maduros, en cambio, tienen un crecimiento más lento y su acción como sumidero de carbono también lo es.

El papel de la cubierta arbórea en la absorción de una proporción significativa del CO2 causado por la quema de combustibles fósiles y es conocido su desempeño crucial para luchar contra las emisiones contaminantes en la atmósfera. Pero quizás debamos prepararnos para no contar con esa ayuda.

Los bosques nos abandonan

Investigadores de la Universidad de Leeds (Reino Unido), sostienen que los modelos climáticos actuales suponen que los bosques continuaran actuando como sumideros de carbono como lo han venido haciendo, pero advierten que los árboles no podrán seguir siendo un “sumidero” de esas emisiones, debido a que tienen –por efecto del cambio climático– una vida más corta.

El estudio explica que las altas temperaturas y las mayores concentraciones de CO2 estimulan el crecimiento de los árboles, que maduran y mueren en menos tiempo. Las tasas de absorción de CO2 también descienden porque en lugar de bosques con especies de crecimiento lento y resistente se están implantando árboles de crecimiento rápido y de ciclo de vida más corto, como pinos y eucaliptus, con fines comerciales (Nature Communications).

Los científicos descubrieron que las posibilidades de muerte de los árboles de crecimiento rápido aumentan de manera significativa pues desarrollarían menos defensas contra plagas y enfermedades y son más vulnerables a la sequía.

Los bosques en el Planeta ocupan 4.060 millones de hectáreas, casi 1/3 de la superficie terrestre, pero perdieron 50 millones has desde 2010. Más de la mitad de los bosques del mundo (54%) se encuentran en solo cinco países: Rusia (815 mill/has–20%), Brasil (497 mill/has–12%), Canadá (347 mill/has–9%), EEUU (310 mill/has–8%) y China (220 mill/has–5%).

Según FAO la proporción y distribución de la superficie forestal mundial por zona climática en 2020 es 45% tropical; 27% boreal, 16% templada y 11% subtropical. El 93% de la superficie forestal mundial está compuesta por bosques regenerados de forma natural y el 7% está plantado.

De los primeros, que poseen especies más diversas y valiosas, se han perdido por deforestación e incendios entre 8 y 10 millones de has/año entre 2010-2020, mientras que solo se plantaron unos 3 a 5 millones de has. pero de especies comerciales de menor impacto climático. Un tercio de la superficie terrestre está cubierta con vegetación maderera (FAO).

Las plantaciones forestales representan 3% de los bosques del mundo y 45% de la superficie total de bosques plantados. En Sudamérica, las plantaciones forestales representan el 99% de la superficie total de bosque plantado, de las cuales solo 3% es de especies nativas.

El área mundial de bosques disminuye rápidamente: 12 a 15 millones de has/año, con preferencia en los trópicos (10 millones). Según datos de Global Forest Watch y Universidad de Maryland (EEUU) fue de 11,1 millones has en 2021. Son de especial preocupación los 3,75 millones has. perdidas ese año en bosques tropicales primarios –áreas clave para el almacenamiento de carbón y la biodiversidad–, lo que equivale a 2,5 Gt de emisiones de CO2 o a la emisión anual de combustibles fósiles de India, uno de los mayores contaminadores del mundo.

Los 3,75 millones has de bosques tropicales primarios perdidas en 2021 equivalen a la emisión anual de India.

Matar por dinero

Usar los bosques como “compensadores” de las emisiones de carbono y potenciar la reforestación han sido ideas que, desde Más Azul, hemos defendido fervorosamente (Ver n° 1, oct.19, “Mas verde mas azul Frente a la extinción, el esfuerzo humano”; n° 3, nov 19, “Reforestar: un arma para combatir el cambio climático”; n° 23, ago 2021, “Restaurar los bosques naturales”; n° 25, oct.2021, “La Gran Muralla Verde” y n° 26, nov 2021, “Restaurar mil millones de hectáreas”)

Pero lo que no es defendible ni tolerable es que quien contamina (cometiendo un crimen contra la humanidad) pueda pagar para compensar sus crímenes, repitiendo aquella inmoral determinación eclesiástica del siglo XVI, de poder comprar la salida del infierno y el perdón de los pecados con indulgencias, es decir, “dinero”.

Ante una renovada y creciente presión de la ciudadanía global reclamando a gobiernos y empresas hacerse cargo de la crisis climática y dejar de contaminar, éstos idearon un sistema igual de falaz e hipócrita que las indulgencias: el mercado mundial de créditos de carbono.

Los contaminadores pueden comprar esos ‘créditos’ como una alternativa a la reducción de las emisiones de los combustibles fósiles para disfrazarse de “sostenibles”. El mecanismo conceptualmente parte de un mismo error: considerar a la Naturaleza como un simple objeto de apropiación y no como un sujeto de derechos. Se trata de una noción que promueve la mercantilización de la Naturaleza y que está en el corazón del desastre ecológico en el que estamos sumergidos.

El clima, para quienes parten de esa concepción, no es una dramática preocupación global, sino una oportunidad para desarrollar un nuevo negocio financiero. El insensato e irracional modelo de producción y consumo de los últimos 200 años, basado en la búsqueda de ganancias, muestra su asombrosa y perversa capacidad de encontrar nuevos espacios de negocios mientras corre hacia el precipicio.

Tras haber negado primero la crisis climática; luego generar múltiples estratagemas destinadas a postergar soluciones, evitar regulaciones (con la manifiesta complicidad de políticos de amplios bolsillos abiertos) y hacer subsidiar sus negocios contaminantes; no dudaron en los últimos años de apoderarse del clima con un nuevo y fabuloso negocio: los mercados de carbono.

Especulación verde: La mercantilización de la Naturaleza en bonos llegó u$s 452.200 millones en 2020.

Lejos de ser una herramienta para reducir la contaminación, los ‘topes’ (cap and trade) que los gobiernos imponen a las industrias contaminadoras son, en verdad, un permiso para contaminar y se han convertido en un verdadero estímulo a sus actividades tóxicas.

Se trata del intento corporativo de impedir límites al crecimiento permanente (fuente de sus ganancias) tratando de encontrar una fórmula que controle la degradación ambiental sin limitar sus beneficios. Es decir: la cuadratura del círculo.

La búsqueda de esa fórmula mágica fue planteada y sistematizada en Río+20 (2012) sobre tres objetivos: aplicar la propiedad privada a bienes de todos; usar la tecnología para mantener el crecimiento económico; y extender la concepción de propiedad privada también a los procesos y productos tecnológicos.

Desde entonces, el mercado de bonos verdes no ha dejado de crecer: u$s 11.000 millones (2013); u$s 155.000 millones (2017) y u$s 452.200 millones en 2020. Los bonos de carbono crean de derechos de contaminación y una forma ingeniosa de financiarización de la Naturaleza. Permite que los países industrializados y sus empresas contaminantes “dibujen” una reducción de sus emisiones de gases contaminantes ya que cuando rebasan el ‘tope’, pueden compensar su ‘daño ambiental’ con la adquisición de bonos.

De esa manera, los mayores contaminadores “compensan” con inversiones “verdes” en países de menor desarrollo y contaminación, más baratos y con menores controles ambientales, que les generan nuevas utilidades.

Dos ejemplos ilustran la perversión del mecanismo: Suzano, el mayor productor mundial de celulosa de eucalipto realizó en Brasil una emisión de bonos ‘sostenibles’ (Sustainability-Linked Bond) logrando recaudar u$s 1250 millones, contra la ‘promesa’ de una reducción del 15% en las emisiones de GEI para 2030, objetivo improbable de verificación privada. La irlandesa NFC Green, en busca de tierras en Argentina para proyectos forestales de pinos y eucaliptus, propuso asimismo el “arriendo” por 30 años, de de bosques nativos, no menores a 500 hectáreas a cambio de un pago anual (u$s 100 por hectárea), que prometen conservar (salvo que se incendien) con el solo fin de adquirir los derechos del carbono capturado por el propio bosque nativo. Dicho de otro modo, compran el equivalente al CO2 secuestrado por el bosque, para venderlo a quien necesite “compensar” su contaminación.

En un contexto mundial donde predomina la especulación parasitaria y se debate el colapso ambiental, las grandes empresas vieron la oportunidad de mercantilizar la protección de la naturaleza, creando los llamados pagos por servicios ambientales (PSA).

La propuesta –advierte Helder Gomes, economista y doctor en Política Social de la Universidad Federal do Espíritu Santo (Brasil)s– ha consistido en difundir y consolidar la idea de que es posible la compensación por daños ambientales. A partir de eso, empresas e institutos privados elaboran sofisticadas formas de poner un precio de mercado tanto a la emisión de contaminantes como a la prestación de servicios ambientales. La intención es mostrar que es posible cuantificar y compensar la devastación ecológica producida por sus proyectos de expansión industrial”.

Especulación ‘verde’

La idea encubre la falacia de que es posible medir, a través de precios de mercado, el volumen de biodiversidad devastada y compensarlo con algún tipo de proyecto de preservación en otro ecosistema mercantilizado”, dice Gomes. “De ser devastadores de la naturaleza se convierten en promotores de compensaciones ambientales, en función de proyectos para almacenar carbono en los árboles plantados”.

Por eso, las grandes corporaciones se han arrojado a participar en programas PSA de seudo ‘reforestación’ que son en realidad monocultivos de árboles comerciales con destino a la industria maderera o celulósica. Los gobiernos se abstienen porque son ‘negocios privados’ y el control queda en manos de acuerdos entre las empresas e institutos certificadores que dan cuenta de los servicios ambientales prestados (sic!!)

En realidad, conviven dos mercados: uno obligatorio de los firmantes del Acuerdo de París, que se comprometen a obligar a las empresas a reducir sus emisiones. Y otro, voluntario, de empresas que evalúan su huella de carbono y para compensar sus emisiones en toneladas de CO2, determinan sus propios objetivos climáticos sobre la base de su “responsabilidad social corporativa” (RSC)!!!. Como desenmascara Hubertus Schmidtke, CEO de Silva Consult, una consultora ambiental suiza, “en este mercado hace falta ante todo ofrecer confianza”.

Como los PSA son contratos a largo plazo, generan derechos futuros a cobrar a lo largo de la ejecución de los proyectos. Esos ‘futuros’ sirven de respaldo a la emisión de derivados, negociados en base a especular sobre tipos de cambio, de interés e incluso de precios de los productos producidos en los proyectos de compensación. El reino de la pura especulación.

El abandono de los gobiernos de su rol de regulación y control ha otorgado a las grandes corporaciones el espacio para la creación de estos instrumentos ingeniosos de especulación parasitaria, pero que revelan la incapacidad manifiesta del capital de superar la crisis de las últimas dos décadas. Ahora, grandes bancos (Bank of America, Goldman Sachs) advierten que se avecina un shock de recesión. Jamie Dimon, director ejecutivo del JP Morgan Chase, el mayor banco de EEUU, alertó a principios de este mes de un “huracán económico: “Ya está aquí ahora y viene hacia nosotros”.

Gomes también cree que “el riesgo de un colapso económico sin precedentes da señales de ser inminente”, pero, le preocupa –como a nosotros– otra realidad más lacerante: “Los compromisos adquiridos por las empresas sobre sostenibilidad formal se van acumulando, bajo la regulación de instituciones creadas y contratadas por las propias relaciones mercantiles depredadoras, lo que aumenta aún más el riesgo de que la vida en el planeta ya no sea posible”.