A fines de agosto pasado, el gobierno de Chile ha acusado a las empresas mineras Lundin Mining Corp de Canadá y a su socia Sumitomo Metal Mining de Japón de ser responsables de la aparición de un peligroso socavón o agujero en la tierra de 36,5 metros de diámetro, y que las autoridades atribuyen a la sobreexplotación del yacimiento de cobre Candelaria, perteneciente a esas empresas.
El socavón apareció a finales de julio y el área afectada tiene un alto riesgo de colapsar o de nuevas grietas o hundimientos en las proximidades de la mina Alcaparrosa, en Tierra Amarilla, al norte del país, a más de 800 kilómetros de Santiago.
Considerando que el fenómeno representa una amenaza a la vida e integridad física de las personas, el Comité para la Gestión del Riesgo de Desastres de la región de Atacama, en el norte de Chile, restringió el acceso a la zona y suspendió las operaciones en la mina hasta que los estudios técnicos establezcan causas y riesgos.
La minera canadiense-japonesa (Lundin Mining Corp 80% y Sumimoto Metal Mining 20%) ha tratado de reducir sus responsabilidades diciendo que se necesitan más estudios para determinar el origen del socavón.
Tanto el gobierno como la empresa han dicho que hasta el momento no parece existir ningún peligro para el pueblo cercano de Tierra Amarilla.
Una historia negra
El acontecimiento actualiza las consecuencias del descontrol que la actividad minera ha tenido durante décadas en Chile y muestra el daño ambiental acumulado y el impacto de la sobrexplotación.
La minería es una de las principales actividades de la economía chilena. En la actualidad, represente el 11% del PIB nacional (2020) y por épocas ha llegado a aportar entre un 13% y 20,6% del Producto Interno Bruto del país. Es además el área que concita la mayor inversión extranjera (un tercio del total).
Chile es el principal productor mundial de cobre, litio, yodo, renio y nitratos naturales y tiene una participación importante en la producción global de molibdeno, plata y oro. Si bien es cierto que crecimiento económico asociado a la actividad minera permitió que Chile se posicionara como un país de ingresos altos, lo que facilitó su ingreso a la OCDE en 2010, también lo es que el desarrollo de la minería en Chile se ha caracterizado durante décadas por un impacto ambiental negativo y por incumplir con los derechos de las comunidades, que han quedado fuera de sus beneficios.
Por otra parte, la minería chilena ha operado fuera de las orientaciones que OCDE exige cumplir respecto de estándares internacionales sostenibles para la actividad. Y se ha beneficiado de un débil control ambiental por parte del Estado (y de una notoria complicidad) a partir de un modelo económico basado en la extracción de recursos naturales y en priorizar los beneficios económicos. Ese modelo económico fue la columna vertebral de la dictadura de Pinochet y permaneció con mínimas variantes a lo largo de los gobiernos democráticos que le sucedieron.
La enorme generación de riquezas que originó, no se tradujo en beneficios para los territorios ni las comunidades, que sí soportaron externalidades negativas en las que se han acumulado graves daños ambientales. Muchos de esos territorios y comunidades han pagado el ‘tributo’ de terminar como áreas saturadas de contaminación y verdaderas “zonas de sacrificio”.
La dictadura pinochetista tuvo una influencia definitiva en el rumbo minero con dos medidas: la promulgación, en 1974, de un Estatuto de Inversión Extranjera (DL 600) que dio trato igualitario a empresas nacionales y extranjeras y les redujo las tasas tributarias y en 1977, la incorporación de capitales extranjeros a las minas nacionalizadas (DL 1759). Ambas medidas provocaron una fuerte expansión de la actividad casi sin contralor y la generación de importantes impactos ambientales.
Desde entonces los casos de contaminación y sobrexplotación se multiplicaron. En 1989, a la empresa Quiborax se le permitió operar en el Monumento Natural Salar de Surire, un área protegida gracias a dos decretos presidenciales. De allí extrae ulexita, un mineral que sirve de materia prima para la elaboración de ácido bórico, bórax y otros productos agroquímicos utilizados como fertilizantes. Esas operaciones no tienen ningún control ambiental e impactan sobre uno de los ecosistemas más frágiles del Planeta
En la década de los ’90 se hicieron frecuentes las denuncias de destrucción sistemática de zonas agrícolas, contaminación de canales de regadío, expoliación del agua por parte de las empresas y se revelaron casos de contaminación atmosférica o escándalos como el de la mina El Salvador, que vertía sus relaves en el mar.
En una muestra de debilidad/complicidad, las autoridades en 1992, en lugar de regular la actividad del sector, buscaron un acuerdo voluntario entre contaminadores y el Estado, para implementar estudios de impacto ambiental en toda nueva actividad minera y establecer algunas medidas voluntarias de reducción de las contaminaciones.
Ello no evitó que siguieran manifestándose casos notables de contaminación, como la mina Los Pelambres en la región de Coquimbo, al norte del país, denunciada por derramar residuos industriales líquidos directamente en los ríos de la zona.
Acumulación de daños
La acumulación de daños ambientales de la minería en Chile es de tal magnitud que las autoridades empiezan a verse obligados a dar respuesta a una mayor conciencia ambiental de la ciudadanía. La Superintendencia del Medio Ambiente (SMA), por ejemplo, tuvo que sancionar en marzo pasado, tras años de reclamos, a la Minera Escondida que produjo daño ambiental irreparable sobre las aguas subterráneas que sostienen el ecosistema en las Vegas de Tilopozo, en el Salar de Atacama.
La multa ha sido por $6.600 millones (unos 7,5 millones de dólares) una vez acreditado el uso desmedido por parte de la empresa del recurso hídrico que alimenta las Vegas de Tilopozo, hasta una reducción del nivel freático tal, que ha provocado desde el 2005, una marcada disminución de la vegetación y una carencia hídrica que ha afectado significativamente a la Comunidad Indígena de Peine en sustento económico y en su acceso al agua.
La sanción quizás no se hubiera producido si no fuera por la dramática megasequía que ha asolado el suelo chileno a partir de 2018 (Ver Más Azul n°6, marzo 2020, “Chile una segunda Australia”) y que pusieron a 56 comunas bajo decreto de escasez hídrica en cinco regiones (Coquimbo, Valparaíso, Metropolitana, O’Higgins y Maule) y 116 comunas declaradas zonas de emergencia agrícola, mientras los caudales de los ríos de esas áreas registraban déficits de hasta el 84% sobre sus promedios históricos.
De hecho, la denuncia origen de la sanción fue del Departamento de Conservación y Protección de Recursos Hídricos de la Dirección General de Aguas (DGA) en 2018, que advirtió que la minera Mina Escondida alteraba el acuífero Monturaqui-Negrillar-Tilopozo y provocaba descensos de los niveles de agua subterránea, por lo que la infracción fue clasificada como gravísima.
Un mes después (abril 2022) el Estado chileno debió extender su reclamo también sobre las minas de BHP, Antofagasta y Albemarle ante una corte ambiental debido a daños ocasionados por sus operaciones en la misma región del Salar de Atacama, por irregularidades en la extracción hídrica del Acuífero de Monturaqui-Negrillar-Tilopozo, con daños severos al mismo ecosistema.
Para el Consejo del Estado, la extracción de diversas cantidades de agua por parte de las mineras demandadas, provocó un daño previsible, ya que las mineras estaban en conocimiento del límite máximo de descenso que podría tener el acuífero.
El acuífero Monturaqui-Negrillar-Tilopozo ha sido explotado durante décadas por Compañía Minera Zaldívar de Antofagasta en el sector Negrillar; por Albermarle en el sector Tilopozo y por Minera Escondida, controlada por BHP en el sector Monturaqui
Los daños acumulados por la explotación minera en Chile son tales que, en el pasado mes de julio, la Corte Suprema del país ratificó el cierre definitivo del proyecto minero aurífero Pascua Lama de la minera canadiense Barrick Gold, emplazado en la frontera entre Chile y Argentina, por daño ambiental manifiesto y una multa equivalente a unos 9 millones de dólares para la minera que decidió no apelar de esa decisión.
El proyecto buscaba construir la mina de oro y plata a cielo abierto más grande del mundo, con una vida útil de 20 años, cerca de la localidad de Alto del Carmen, a unos 700 kms al norte de Santiago. El proyecto estaba ubicado a unos 4.500 metros de altitud en una zona de glaciares en la Cordillera de los Andes, en la frontera entre Chile y Argentina e implicaba una inversión de u$s 8.000 millones que pretendía estar operativo en 2014 y producir unas 615.000 onzas de oro y 18,2 millones de plata.
El Tribunal estableció la clausura total y definitiva de Pascua Lama debido a “la magnitud del peligro de daño en la salud de las personas” y al no existir otras alternativas viables de funcionamiento seguro para el medioambiente y la salud de la población”. (Ver Más Azul n°9, junio 2020 “Aguacates “oro verde” o “diamantes de sangre” y n°1, oct 2019 “Minería y cambio climático”).
En una demostración del verdadero contexto en el que se desarrolla la minería en Chile, a fines de agosto pasado, la estatal Codelco –el mayor productor de cobre del mundo– anunció que recortaba su perspectiva de producción para 2022, debido a las nuevas exigencias de control por los accidentes fatales que debió afrontar, con la muerte de dos trabajadores (en Rajo Inca y Chuqui Subterránea) que han obligado a reducir la actividad de algunas minas.
Temor a un colapso ambiental
Desde los organismos ecologistas y de derechos humanos e incluso desde la propia administración crece el temor a un desastre ambiental en Chile por los residuos mineros acumulados a lo largo de décadas sin control. La explotación del cobre y el oro tienen asociados otros minerales tóxicos para nuestra salud como el arsénico o el mercurio, que en caso de lluvia pueden ser arrastrados hacia los ríos y afecta la salud de la población y su producción.
En el Informe n° 2 del Servicio Nacional de Geología y Minería (Sernageomin) se enumeran escuetamente los potenciales peligros asociados al colapso de tranques y relaves monitoreados de la región de Atacama, como consecuencia de lluvias y aluviones en zona norte del país. El organismo señala que podría ocurrir un “colapso parcial por erosión fluvial del pie en el caso de los Relaves Horschild en Copiapó”. Hasta ahora, el tranque (depósito) Ojanco de propiedad de la minera alemana Sali Hochschild, que fu abandonado en las cercanías de Copiapó, es el que presenta mayor riesgo para la población.
En La Serena, existen denuncias de que los relaves de San Gregorio ya han contaminado el río Elqui con arsénico, cadmio y mercurio, entre otros componentes a causa del arrastre masivo de relaves de la mina San Gerónimo. En Copiapó la población manifiesta trastornos cutáneos producto de la contaminación procedente del relave Paipote.
Según el Sernageomin (agosto 2022), podría desarrollarse un “colapso parcial” en los relaves: El Gato, Planta Matta-Enami, Tranque relave Candelaria, Tranque Mina Carola, Las Cruces (Pucobre), Depósitos de Llamas Caserones, Tranques Sector Tierra Amarilla y Tranque Relave Vallenar. Pero la carencia de una investigación a fondo impide dimensionar la magnitud del peligro desencadenado.
De hecho, en Chile existen más de 600 tranques de relave catastrados, de los cuales 214 están activos, 244 inactivos pero otros 143 se encuentran abandonados y se carece de toda información sobre la contaminación que están generando en suelos, aire, aguas superficiales y subterráneas.
Cabe destacar que en este contexto, el peligro asociado a la filtración de minerales y elementos hacia las napas subterráneas es constante, ya que casi ningún relave en Chile presenta mallas impermeabilizantes bajo las arenas compactadas en las que se construyen.
El temor se asienta en que se trata de una ‘contaminación histórica’ que ha destinado territorios al sacrificio, casi a lo largo de un siglo. Desde 1938 a 1970 Andes Cooper Mining Company, primero y la estatal CODELCO después, a partir de 1971, arrojaron miles de toneladas de desechos tóxicos.
Un ejemplo de ello, ha sido la contaminación del río Salado, que desemboca en la bahía de Chañaral, en la región de Atacama. Su cuenca tiene una superficie de 7400 km² y una longitud de 175 kms. Allí las empresas mineras han descargado durante décadas residuos al ritmo de un camión de diez toneladas cada 25 segundos, y un camión cisterna de 10.000 litros de residuos líquidos cada 10 segundos, a lo largo de 50 años!!!
Entre los poblados de Copiapó y Tierra Amarilla –en la zona donde se produjo el socavón reciente– existe en un radio de 10 kms un centenar de relaves, la mitad abandonados. El contenido de estos relaves son arrastrados hacia los poblados y ciudades durante los aluviones. Pese a ese escenario , en Copiapó y Tierra Amarilla, la expansión minera tiene previsto cerca de 300 proyectos, entre ellos: Caserones, Cerro Casales-Aldebarán, Maricunga y La Candelaria.
Pese a los reclamos de la ciudadanía y la presión de organizaciones ambientales, autoridades y empresas siguen desestimando la gravedad de los riesgos del escurrimiento tóxico de relaves. Las enormes ganancias de la actividad minera en Chile parecieran ser determinantes para que parte de su población soporte los “daños colaterales” de su negocio.