mar 2020

La agricultura representa un 70% de las extracciones de agua dulce de ríos, lagos y acuíferos, una cifra que en algunos países en desarrollo puede alcanzar un 90%.

En 2050, la Tierra tendrá 9.700 millones de habitantes. Sumamos unos 316.000 más cada día. La creciente expansión demográfica demanda productos agrícolas para satisfacer las necesidades alimentarias de esa población en crecimiento.

Esa demanda está atada al consumo de recursos hídricos. Pero el pronunciado desarrollo económico de los últimos años –en especial en las economías emergentes– y la consiguiente expansión de las clases medias globales, se ha traducido en la demanda de una dieta más variada, que implica una mayor presión sobre los requerimientos hídricos.

La agricultura de secano representa un 80% de la superficie cultivada en el mundo y es responsable de alrededor del 60% de las cosechas producidas, mientras las cosechas por regadío solo representan un 10 a 20% del total, pero son más frecuentes en entornos donde el agua escasea de forma recurrente o que viven situaciones de estrés hídrico.

El cambio climático y sus secuelas de sequías y aumento de las temperaturas globales, plantean nuevos desafíos a la agricultura y una mayor exigencia sobre los recursos naturales. El desafío es complejo: tenemos que producir más alimentos de mejor calidad, con menos agua por unidad de producción.

Las requerimientos son múltiples: utilizar tecnologías limpias que garanticen la sostenibilidad ambiental; contribuir a que las economías locales y nacionales dependientes de la agricultura no se deterioren; incluir a la población rural de forma que le permita disfrutar de una vida saludable y productiva, etc.

El agua es esencial para la producción agrícola y de ella depende nuestra seguridad alimentaria y nutricional presente y futura. Pero nuestros recursos de agua dulce están disminuyendo a un ritmo alarmante y los efectos del cambio climático lo irán intensificando. La escasez de agua es por ello, uno de los principales y más apremiantes retos.

Se debe tener en cuenta además que una escasez de agua podría tener un impacto alcista en el precio de los alimentos al limitar su producción. Y en algunos países acrecentar su dependencia de las importaciones de alimentos y hacer más difícil aún el acceso de los sectores más pobres a una dieta equilibrada.

De hecho, los cambios en los hábitos alimenticios, la caída en la producción de alimentos en algunos sectores y países, el encarecimiento de los fertilizantes y una flagrante especulación financiera sobre los recursos naturales ya están contribuyendo a aumentar considerablemente el precio de los alimentos.

FAO señala que el “agua que comemos” a diario a través de los alimentos que consumimos, es mucha más de la que bebemos. En algunas dietas se necesitan entre 2.000 y 5.000 litros de agua por persona para producir los alimentos que se consumen.

Si no modificamos los patrones de consumo actuales, los expertos estiman que dos tercios de la población mundial podrían estar con estrés hídrico para el año 2025 y la meta de Hambre Cero para 2030 se vuelve una quimera.

El estudio ‘The water footprint of farm animals and animal products’, realizado por Mekonnen y Hoekstra y recogido por la plataforma Water Footprint Network revela el consumo de agua que requiere la producción de nuestros principales alimentos.

En general, el consumo de alimentos cárnicos son los que implican una mayor demanda de agua para obtenerlos. Por ejemplo, la producción de un kilogramo de carne bovina implica en promedio la utilización de 15.415 litros de agua, un auténtico despilfarro en un contexto de escasez hídrica.

Por su parte, la producción de un kilogramo de carne de oveja o cabra reducen esos volúmenes casi a la mitad: 8.763 litros.

Esos números coinciden con las estimaciones de los estudios de FAO y la Fundación Aquae. La carne en todas sus variantes genera alimentos se requieren enormes cantidades de agua, aunque descienden notablemente cundo se trata de 1 kilogramo e carne de cerdo (5.988 litros) o 1 kilogramo de pollo (4.325 litros).

Existe otra serie de alimentos que también requieren de un alto consumo de agua para su producción. Es el caso de la mantequilla o manteca. Para elaborar solo medio kilo se necesitan unos 2.700 litros de agua, casi lo mismo que para elaborar la misma cantidad de queso (2.500 litros) o producir una hamburguesa, (2.400 litros). Un litro de leche insume 1.000 litros de agua.

En el mundo vegetal donde se sitúan los alimentos que, en general, requieren menos agua para su producción, aparecen algunas sorpresas: producir un kilo de palta requiere unos 2.000 litros de agua y solo medio kilo de arroz insume 1.700 litros. Cereales como el trigo y el maíz tienen exigencias en torno a un tercio de esa demanda de agua (medio kilogramo de trigo 500 litros y de maíz 450 litros).

Algunos frutos también son exigentes, aunque en menor medida, en cuanto al agua. El promedio general es de 962 litros por kilogramo de frutas. Pero una simple ración de aceitunas necesita 250 litros de agua para su producción. Y una sola manzana requieren 70 litros de agua, es decir más de 200 litros para un kilo; lo mismo que para una naranja (50 litros la unidad).

Pero los volúmenes de agua requeridos para la mayoría de los vegetales son mucho menores. Un kilo de lentejas, 50 litros; una patata o papa, 50 litros; una lechuga o tomate, 13 litros de agua por unidad.

Los estudios citados también avanzaron sobre las bebidas: producir una botella de vino insume 720 litros de agua; una de cerveza 371 litros; un litro de zumo de manzana unos 800 litros y elaborar el café para una jarra supone unos 840 litros de agua.

Las dietas basadas en alto consumo de carne son claramente las menos sostenibles en términos ambientales, además de las consideraciones de médicos y nutricionistas respecto de la salud.

En el otro extremo según sostenibilidad y consumo de agua están las verduras que en promedio necesitan unos 322 litros de agua por cada kilogramo.

Fuente: Gentileza Guadalupe Moreno, Statista  (https://es.statista.com/).

Existen cuatro grandes áreas en las que es posible mejorar la disponibilidad de agua. La primera es la  agricultura, en tanto representa casi el 70% de todas las extracciones de agua. Y es a su vez,  la primera víctima de la escasez de agua. Un manejo más eficiente del recurso permitiría mejorar sustantivamente la cantidad de agua disponible por persona.

Para ello se requiere la transformación de la agricultura y de nuestros sistemas alimentarios. Una pequeña bolsa de papas o patatas fritas  tiene una huella hídrica de 182 litros de agua para llegar a nuestra mesa.

Otra área de trabajo para resolver el conflicto entre los alimentos y el agua es cómo enfrentamos el cambio climático. Es indudable que aún en el mejor de los escenarios previstos, tendremos un aumento de las temperaturas en todo el mundo. Sequías más frecuentes y graves van a afectar la producción agrícola. El incremento de las temperaturas se traducirá –ya lo está haciendo– en un incremento de la demanda de agua para los cultivos.

Si queremos evitar que las sequías provoquen hambrunas y trastornos socioeconómicos, es imprescindible poner en acción algunas herramientas: 1. mejorar la eficiencia en el uso del agua y la productividad agrícola; 2. avanzar en medidas y para recolectar y reutilizar nuestra agua dulce disponible, y 3. aumentar el uso seguro de las aguas residuales. Algunas experiencias en varios países son muy alentadoras.

Otra enorme área que permitiría contar con una mayor disponibilidad futura de agua, es resolver la pérdida y desperdicio de alimentos. Hemos señalado en Más Azul n°5 (Ver “Un billón de dólares tirados a la basura”, feb, 20) que el volumen del desperdicio es de un tercio de la producción global. Si consideramos los millones de litros de agua que se necesitan para producir esos alimentos desaprovechados, Naciones Unidas estima que equivalen a tres veces el volumen del Lago de Ginebra!!

Avanzar en todos los ámbitos (la cosecha, la producción industrial, el transporte y la distribución, la comercialización en grandes superficies, hasta el comercio minorista y nuestro propio hogar) puede significar la recuperación de millones de toneladas de alimentos y un gigantesco ahorro de agua.

Por último, se trata de revisar nuestros sistemas alimentarios. A menudo, el agua es utilizada de manera ineficiente en la cadena de valor de los alimentos. Plantas industriales de chacinados, alejadas de los mataderos y las zonas de producción ganadera, implican ineficiencias que repercuten en el insumo agua, así como en otros recursos (energía eléctrica, transporte, combustibles fósiles, etc).

La selección del lugar, la tecnología y los proveedores se toman en general, sin tener en cuenta el impacto sobre los recursos hídricos, sobre todo cuando el agua no es un factor limitante, sea en cantidad o en precio.

El próximo 22 de marzo se celebra –como todos los años– el Día Mundial del Agua. Con él se pretende dar a conocer la importancia del agua dulce y abrir conciencia sobre los 2.200 millones de personas que viven sin acceso a ella.

FAO plantea la urgente necesidad de cambiar nuestros hábitos de producción y consumo si queremos  alcanzar el objetivo de hacer más alimentos con menos agua y avanzar en la meta de agua para todos en el 2030.