Naciones Unidas advierte: el hambre crece en todo el mundo y empeora con la pandemia

07 dic 2020

La pandemia de COVID-19 llegó en un momento en el que el mundo estaba convulsionado y avizoraba una crisis global de magnitud. En enero de 2019, un Informe del Banco Mundial se titulaba “Nubes de tormenta en el horizonte de la economía mundial” y pronosticaba perspectivas poco auspiciosas, con desaceleración, debilitamiento del comercio y de la inversión a nivel global.

La realidad le dio la razón: la economía global registró en 2019 su crecimiento más bajo de la década. La llegada del 2020 también presentaba un panorama desalentador. El reporte anual de la ONU sobre la “Situación Económica Mundial y Panorama 2020”, advertía sobre una crisis financiera, la reanudación de los conflictos comerciales y una escalada en las tensiones geopolíticas, todos factores que podían obstaculizar la recuperación.

Europa vivía el colapso de su unidad con el Brexit y el crecimiento de un movimiento de ultraderecha de raigambre nazi, que se expandía por el continente al calor de la incertidumbre sobre el futuro que plantea la Cuarta Revolución Industrial o 4.0.

EEUU agudizaba su aislamiento y pérdida de significación mundial de la mano del impresentable Donald Trump y empezaba a avizorar las consecuencias económicas negativas de una economía “anabolizada” y la imposibilidad de recuperar su hegemonismo en un mundo global.

La ralentización de la economía mundial y en especial de China, frenaba el crecimiento notable que habían tenido muchas economías postergadas de Asia y África. Y en América Latina, que había comenzado el decenio previo con récords de crecimiento económico y millones de personas saliendo de la pobreza, arribaba al 2020 con economías en recesión, democracias en retroceso y una creciente conflictividad social.

La aparición de la pandemia no hizo más que agravar escenarios que ya eran muy complejos. En realidad, el modelo económico vigente ya no funcionaba y los líderes políticos parecen demasiado ‘comprometidos’ con él, como para proyectar un nuevo modelo.

La crisis climática dejó en claro que el modo de producir y consumir en el que hemos estado inmersos no es sostenible y camina a su extinción. La pandemia ha hecho volar por los aires los intentos corporativos de postergar sine die las transformaciones necesarias.

EL HAMBRE

Desde 2015 teníamos un indicador de que las cosas iban mal: el hambre. Tras décadas de una disminución constante, el número de personas que padecían hambre (medido por la prevalencia de desnutrición) comenzó a aumentar nuevamente desde ese año. Las estimaciones indican que en la actualidad, entre 750 y 800 millones de personas en el mundo padecen hambre, es decir, más de un 9% de la población mundial.

Desde 2015, el hambre volvió a crecer tras años de constante retroceso.

El hambre retorna como uno de los grandes problemas de nuestro tiempo y las expectativas mundiales parecen alejar el objetivo trazado de hambre cero para 2030. La tendencia de los últimos años  parece confirmar que, para ese año, el número de personas afectadas por el hambre superará los 840 millones de personas.

Para el World Food Programme de Naciones Unidas, el cambio climático, las recesiones económicas y los conflictos armados han provocado hambre severa a 135 millones de personas, cifra que podría casi duplicarse debido a la pandemia de COVID-19, por lo que cerca de 300 millones de seres humanos estarían en situación de hambruna aguda en los próximos meses.

Según el Informe sobre el Estado de la Seguridad Alimentaria y Nutrición en el Mundo 2020, publicado por la FAO en junio pasado, es necesario no solo actuar rápidamente para proporcionar alimentos y ayuda humanitaria sino realizar un cambio profundo en el sistema agroalimentario mundial.

Debemos advertir que para el 2050 vivirán en el Planeta 2.000 millones más de seres humanos y el actual sistema de producción alimentaria es absolutamente insostenible. Para contribuir a aliviar los riesgos del hambre no se trata solo de aumentar la productividad agrícola sino disminuir drásticamente el desperdicio de alimentos y generar una producción alimentaria sostenible.

La situación del hambre es una prueba flagrante de la irracionalidad del sistema en el que vivimos: unos 800  millones de personas padecen hambre. Pero el desperdicio anual de alimentos en todas sus formas alcanza el billón de dólares!!!. El volumen de lo que se tira, se pierde o se desperdicia, suma unos 1.300 millones de toneladas anuales de alimentos (u$s 680.000 millones en los países industrializados y u$s 310.000 millones en los países en desarrollo). Se trata de un tercio de todo lo producido en el mundo para consumo humano y sería suficiente para terminar con el hambre.

Mientras un tercio de la producción de alimentos termina en la basura, hay hambre en el mundo.

Las cifras son alarmantes. Los niveles más altos de desperdicio se centran en frutas, hortalizas, raíces y tubérculos (40-50%); pescado (35%); cereales (30%); oleaginosas (20%); carne y lácteos (20%).

Las pérdidas y desperdicios de alimentos no ocurren de la misma forma. En los países en desarrollo, un 40% de las pérdidas ocurren en las etapas de pos-cosecha y procesamiento, pero en los países industrializados más del 40% de las pérdidas se produce en el comercio minorista y en el consumidor.

En los países ricos, el desperdicio es de 95 a 115 kg/año (Europa y América del Norte), por persona mientras en los países pobres ese desperdicio representa solo de 6 a 11 kg/año por persona (África subsahariana y Asia meridional y sudoriental).

El gigantesco desperdicio de alimentos implica no solo tener la posibilidad de solucionar el hambre en el mundo y no hacerlo, sino un extraordinario derroche planetario de recursos como agua, tierra, energía y otros que se utilizaron para producirlos. Para generar lo que se desperdicia, FAO estima que se provocan 4.4 GtCO2eq/año de emisiones GEI, lo que equivale a la contaminación de todo el transporte por carretera o a la tercera fuente de contaminación mundial.

La mayor parte de las personas afectadas por el hambre y la desnutrición viven en Asia (380 millones) y en África (250 millones) con unos más 50 millones en América Latina. En 2019, casi una de cada diez personas en el mundo, estuvo expuesta a niveles severos de inseguridad alimentaria y la pandemia ha agravado esa situación durante este año.

Según el informe “Seguridad Alimentaria y la Nutrición en el Mundo” (FAO y Programa Mundial de Alimentos -julio 2020) entre 83 y 132 millones de personas “podrían pasar hambre” por la recesión económica derivada de la pandemia, debido al brusco descenso del PIB mundial.

Para ambos organismos de la ONU, unos 2.000 millones de personas en el mundo no tuvieron acceso regular a alimentos seguros, nutritivos y suficientes en 2019 y esa situación será agravada por la crisis sanitaria que padecemos.

UNA DIETA SALUDABLE

La problemática del hambre tiene una arista no siempre atendida en profundidad. No se trata de comer sino de comer de manera saludable. Parte de los perjuicios provocados en la salud humana actual proviene de los alimentos generados por una industria alimentaria que puede haber facilitado la accesibilidad a los mismos, pero que ha generado obesidad, cardiopatías, diabetes, etc. por un uso indebido de sal, azúcares, grasas dañinas, conservantes, etc.

Los expertos de la FAO afirman que las dietas saludables resultan inasequibles para más de 3.000 millones de personas en el mundo porque son cinco veces más caras –en promedio– que las dietas que solo cubren necesidades energéticas.

Producimos alimentos más que suficientes para alimentar a todos, pero tenemos un sistema de reparto de recursos basado en la codicia y la depredación, que genera hambre, desperdicio, problemas climáticos y sanitarios gravísimos.

Un ejemplo flagrante es América Latina, una región muy importante en la producción y el comercio de alimentos a nivel global, que tiene en conjunto capacidad suficiente como para autoabastecerse y proveer al mundo. Representa el 13% del comercio mundial de productos agrícolas y juega un relevante papel en el mercado global.

En su conjunto, América Latina puede contribuir a alimentar a los 9.000 millones de personas que se estima habitarán el planeta en 2040. La región produce “varias veces más de lo que todos sus habitantes necesitan, pero actualmente una gran parte de los alimentos consumidos en América Latina y el Caribe provienen de otras partes del mundo”, advierten organismos internacionales como BID, FAO y CAF.

Para atender la demanda de la nueva población haría falta –en las actuales condiciones– aumentar la producción global un 70%, lo que implicaría una intensificación de las tierras cultivables existentes, más deforestación, incremento de los agrotóxicos y fertilizantes; es decir, acrecentar las condiciones de un desastre climático irreversible.

Algunos ‘seudo expertos’ consideran que ése es el destino de América latina y advierten el extraordinario rol de países como Argentina y Brasil en ese proceso: “Los grandes reservorios de recursos naturales están en América del Sur, especialmente en Argentina y Brasil. En esos países existen los recursos de agua dulce más importantes del mundo. Argentina es el cuarto país en hectáreas cultivadas por habitante, pero es el segundo en hectáreas potenciales a cultivar por habitante”.

La región es la principal fuente de proteína animal a nivel mundial, donde se producen 150 millones de toneladas anuales de carne, leche y huevo y se ubica por detrás de Asia en la producción de alimentos.

Hambre, una realidad de 4 millones de niños en el norte de Argentina, uno de los grandes productores de alimentos.

Sin embargo, el flagelo del hambre y la desnutrición continúa presente en América latina y alcanza todavía a más de 205 millones de personas (moderada unos 105 millones y grave, 50 millones más), lo cual es una notable paradoja para una región que exporta alimentos al resto del mundo.

Pero debajo de esa afirmación se ocultan otras deficiencias notables en su estructura: si bien el 43,3% de las importaciones de la región proviene de países latinoamericanos o caribeños, el 57,7% fueron suministros extrarregionales, principalmente comprados a EEUU.

En los últimos años, el hambre se manifiesta en un nuevo fenómeno: la creciente migración, en especial desde países de Centroamérica, con poblaciones acorraladas por los fracasos de las cosechas debido al cambio climático, la ruinosa evolución de la pobreza y la indigencia extrema y una desigualdad social lacerante. Más del 30% de los latinoamericanos se encuentra bajo la línea de pobreza y casi un 12% vive en situación de pobreza extrema.

América Latina es la región del mundo donde la inseguridad alimentaria aumenta con más rapidez, a niveles escalofriantes, pese a tener capacidad más que suficiente para abastecer de alimentos a su población, un escenario agravado de manera severa por la pandemia.

Es además la región con el costo más alto para acceder a una dieta saludable, con un monto por día 3,3 veces más alto que lo que una persona bajo la línea de pobreza puede gastar para alimentarse. La situación es particularmente grave, con riesgo mayor de desnutrición en países como Haití, Venezuela, Guatemala, El Salvador y Honduras.

La región no solamente no llegará cumplir su meta de “Hambre Cero” para el 2030, sino que el número de personas incapaces de consumir las calorías necesarias para una vida saludable rondará los 70 millones en este año 2020.

La pandemia debería ser no solo una “advertencia de la naturaleza” sino una buena ocasión para poner en el centro de la agenda, el hambre y la desnutrición mundial y exigir a los gobiernos que asuman su responsabilidad frente a un drama humano que tiene solución.