jul 2020

¿Caminaremos hacia un consumo más responsable? ¿Adoptaremos algunas de las nuevas tendencias que plantean los partidarios del slow food o de los alimentos de proximidad? O seguiremos consumiendo como si nada hubiéramos aprendido?

Los expertos aseguran que lo que es seguro es que el consumidor pos-pandemia será un usuario cada vez más frecuente de la compra on line y del pago con tarjeta y un visitante menos frecuente de las grandes superficies (super e hipermercados, etc).

No hay duda que la crisis sanitaria global ha impulsado el comercio electrónico: en algunos países de menor uso de esa modalidad, el aislamiento obligatorio provocó un incremento del 40% más de compradores que un año atrás, con la confirmación de estar ante un sistema cómodo y seguro.

El impacto fue muy notable en el segmento de las personas mayores que eran quienes menos compraban por internet y en la incorporación de los productos frescos a esa modalidad de compra que era poco usual, aún entre los consumidores jóvenes.

Sabemos que un tercio de la población adulta tiene problemas de adicción a la compra impulsiva y a la falta de control del gasto, tanto en las sociedades desarrolladas como en los segmentos de mayor poder económico en aquellos países en desarrollo.

La pos-pandemia despierta algunos interrogantes de mayor interés desde la perspectiva ambiental. El consumidor repetirá sus anteriores hábitos? ¿Desconectará la “conciencia” del vínculo entre lo que consume y las consecuencias ambientales, una de las cuales ha sido el Covid-19?

En un brillante artículo, Cristina Crespo Garay escribía a fines de 2017: “La pregunta que se plantea esta revolución (del bajo consumismo) es que, si las sociedades se desarrollan buscando colmar unas necesidades, quién ha creado esas necesidades vacías y cómo podemos soltar ese lastre… Un consumo consciente nos devuelve al ‘cuanto menos, mejor’, que pone de manifiesto a todos los niveles la necesidad de cambiar nuestros hábitos de consumo y la gestión de los recursos del planeta, que ya afronta consecuencias irremediables y que se enfrenta a una creciente población que continuará consumiendo sus recursos”.

¿Volveremos al consumo irracional e insostenible para el medioambiente?

MENOR CONSUMO

Probablemente, en una larga primera etapa, la grave crisis económica que dejará la pandemia va a impactar directamente en un menor consumo, debido a la pérdida de capacidad económica global de los consumidores.

En cierto sentido es una buena noticia. No por las penurias que vastos sectores de la población mundial deberán soportar, sino como un freno a la adicción compulsiva de compra que las empresas a través de sus equipos de marketing, han logrado incorporar a los hábitos de buena parte de los humanos.

Son los mismos que, en el contexto de meses de angustia y temor global, celebraban en esos días, los obligados avances que tuvo la venta con tarjeta.

“Como consecuencia del miedo al contagio –analizaba Juan Carlos Gázquez-Abad en PuroMarketing es casi seguro que el consumidor utilizará menos efectivo para realizar sus compras en supermercados… e incrementará el uso de la tarjeta y de medios de pago móvil”. Y completaba su reflexión: “Eso beneficia también a las tiendas, ya que está demostrado que el uso de tarjeta, en lugar de efectivo, incrementa el nivel de impulsividad de las compras y aumenta el gasto medio por cada ocasión de compra”.

Quienes creen en la necesidad de estimular las compras impulsivas y no planificadas, no son precisamente en los que podemos confiar para algún cambio sostenible en nuestro consumo, sino todo lo contrario. En el camino hacia el cadalso, ellos siguen pretendiendo vender la soga de la ejecución.

Pero las restricciones económicas generalizadas obligarán, sin duda, al consumo de productos más básicos y baratos y a racionalizar la compra.

Esta es una buena oportunidad para dos acciones ciudadanas en la que los medios tenemos responsabilidad: 1. Favorecer la compra de alimentos básicos (verduras, legumbres, frutas, cereales y huevos) que permitan una dieta sana y preferentemente, de cercanía; y 2. Advertir sobre aquellos productos ‘baratos’, cuya elaboración industrial oculta componentes nocivos para la salud (Ver Más Azul n° 10, julio 20, “La droga del azúcar”.

Alimentos básicos (verduras, legumbres, frutas, cereales y huevos) y de cercanía para un consumo sostenible y sano.

ALIMENTOS DE CERCANIA

Una consecuencia inesperada de la pandemia ha sido el incremento de la demanda de alimentos producidos localmente, que creció en muchos de los grandes centros urbanos del mundo durante la cuarentena.

Los enormes tropiezos en las cadenas globales de abastecimiento generados por el Covid-19, puso de relieve el problema de la dependencia de muchas grandes ciudades, de alimentos que provienen de lugares lejanos, aún cuando estén dadas las condiciones para generarlos en territorios más cercanos.

El consumo individual pos-pandemia debería avanzar hacia una mayor conciencia de la “huella de carbono” que cada alimento acarrea. Cuanto más alejado del lugar de consumo es mayor la utilización de transporte y empaque, y por consiguiente, de combustibles fósiles para que llegue a nuestra mesa.

A esa conciencia deberían sumarse dos fenómenos muchas veces olvidados: acortar el camino entre productores y consumidores tiene como consecuencia la reducción de precios y una mayor calidad y frescura de lo que consumimos.

Uno de los desafíos que deja la pandemia es la necesidad de repensar las cadenas de abastecimiento de las grandes ciudades. FAO ha señalado reiteradamente que, tanto alcaldes, como administradores de ciudades y planificadores urbanos usualmente “piensan en sus ciudades más en términos de vivienda, transporte, infraestructura y espacios sociales, sin considerar adecuadamente los sistemas de mercadeo de alimentos”.

La pandemia dejó al descubierto importantes falencias estructurales. En las ciudades de todo el mundo –aún en el corazón de los países ricos– se vio que muchos sectores sociales no tienen garantizada su seguridad alimentaria y soportan graves niveles de desigualdad. En Nueva York y Los Ángeles algunos de sus ciudadanos solo pudieron comer gracias a la labor solidaria de Ongs y voluntarios.

Uno de los principales problemas que plantea el futuro global es la creciente migración hacia las grandes ciudades. Hoy, más de la mitad de la población actual (54%) vive en áreas urbanas y se estima que el 66% de los habitantes del planeta vivirá en ciudades, en 2050.

Las ciudades son los principales centros de creación de riqueza y desarrollo de actividades económicas pero asimismo, las mayores emisoras de gases de efecto invernadero y las mayores consumidoras de alimentos y energía.

Por tanto, es imperioso desarrollar políticas, estrategias y acciones en las ciudades del mundo y sus entornos periurbanos para plantear soluciones al desafío de alcanzar una alimentación sostenible y de calidad para sus habitantes.

APOSTAR A LA PROXIMIDAD

En muchas de las grandes urbes del Planeta se está buscando reconciliar su diseño con la naturaleza. Como parte de ello, crece la tendencia de las huertas urbanas. Existen innumerables experiencias, de Nueva York a Berlín, de Montreal a El Cairo o Buenos Aires.

Pero quizás lo más interesante de este fenómeno no provenga de sus resultados en volúmenes de alimentos ni de la benéfica transformación del paisaje urbano, sino de la necesidad manifiesta de reconectarnos con la tierra y la ancestral producción de nuestros alimentos.

En Nueva York son notables los cultivos en Staten Island, la isla frente a Manhattan o los pequeños huertos de jóvenes mexicanos que plantan sus cultivos tradicionales para asegurar a su comunidad, la provisión de alimentos muy específicos de su gastronomía.

En Buenos Aires, cientos de huertas comunitarias comenzaron a multiplicarse de manera espontánea y fueron tomando tierras abandonadas por el ferrocarril, baldíos, etc. donde hoy brotan tomates, zapallos, rúculas,  acelgas, oréganos. En El Cairo, Schaduf, una empresa social que armando huertas en las azoteas de los edificios de egipcios de bajos ingresos, para luego expandirse a crear espacios verdes en los tejados de todo el país.

Huerto comunitario en Berlín.

Es bueno que eso ocurra y que se esté expandiendo por todo el mundo. Pero no es suficiente. El cultivo de una determinada cantidad de verduras de gran calidad no bastará para alimentar el aluvión previsto de nuevas y crecientes poblaciones urbanas, que se instalan en las periferias de forma cada vez más precaria.

Se hace necesario integrar esa tendencia a reconectarnos con la tierra con políticas que promuevan y potencien la consolidación de las plantaciones rurales en las periferias urbanas, aprovechando la experiencia rural de muchas de las poblaciones que migran hacia las ciudades sin un empleo.

Esa política permitirá no solo alimentar a las ciudades con productos de cercanía, con menor o nula “huella de carbono”. La menor distancia de la cadena de comercialización garantizará además que su precio sea menor y por tanto, accesible a todo el mundo.  Y, a la vez, abrirá una enorme fuente de empleos y riqueza a partir de la actividad de las granjas periurbanas en lugar de los actuales “slums” o barrios marginales.

Es una enorme oportunidad que nos ofrece la pos-pandemia. Poner nuestro consumo alimentario en línea con la naturaleza. Dejar de verla como algo ajeno a nosotros, algo que ‘podemos visitar o contemplar’. Nosotros somos naturaleza y el Covid-19 nos ha dado una señal de los riesgos de apartarnos de ella.

Para la Ong internacional Slow Food, ese “regreso a la tierra” desde la ciudad es posible. “Lo podemos realizar todos allá donde vivamos. Es la selección de nuestros alimentos, el devenir consciente de que «comer es un acto agrícola». Sólo de esta forma podemos pasar de consumidores pasivos a coproductores activos, que comparten el conocimiento de los alimentos con quienes lo producen, aprecian el pago adecuado de los esfuerzos por producir de modo bueno, limpio y justo, respetan las estaciones, buscan al máximo posible el alimento local, lo promueven, enseñan sus características y los métodos productivos a sus hijos”.