La agro-ganadería industrial es una de las causas del cambio climático

07 Abr 2021

A lo largo de la historia de la humanidad, buena parte de los suelos de nuestro Planeta estuvieron cubiertos de bosques, praderas y arbustos, donde la vida de los seres humanos y los animales era más apacible.

A medida que la población mundial se elevaba, los requerimientos alimentarios se hicieron mayores, pero la ocupación de la ‘tierra habitable’ seguía siendo equilibrada. Si retrocedemos 1.000 años, se estima que menos del 4% de la superficie de tierra libre de grandes masas de hielo y áreas estériles del mundo, se usaba para la agricultura.

Durante los 10 siglos previos al siglo XX, el ser humano había necesitado menos de 1.000 millones de hectáreas para cultivar y dar de comer a su ganado, mientras la naturaleza sufría alteraciones menores por las actividades humanas productivas.

Pero en el último siglo, un modelo irracional de producción y consumo, basado en la mera satisfacción individual (de ganancias y deseos) “invadió” el Planeta. De la “tierra habitable”, es decir, de la superficie en la que los humanos podemos desarrollar de forma efectiva nuestras actividades económicas, el 50% ya está dedicado a la agricultura y la ganadería (23% y 77% del total).

La expansión ganadera es una de las causas de la deforestación global.

La irracionalidad se asienta en tres principios: la acumulación de capital por el capital mismo (rasgo fundamental de la modernidad); la fantasía de un progreso infinito que acompaña esa acumulación y la determinación de excluir cualquier institución social que pueda regularla.

LA REVOLUCION CREMATISTICA

El modelo industrial crematístico cambió drásticamente las condiciones de equilibrio, destruyendo los hábitats silvestres para convertirlos en  tierras destinadas a la explotación agrícola y ganadera, entre otras.

A mediados de siglo pasado, Norman Borlaug, financiado por la Fundación Rockefeller, se planteó la incorporación de tecnología al campo para aumentar drásticamente su productividad. Tenía un objetivo visible de aumentar la disponibilidad de alimentos y evitar el hambre y un objetivo no tan explícito de dominar la estratégica provisión mundial de alimentos y multiplicar las ganancias.

Se basó en lo que –a su juicio– era una baja producción agrícola de los métodos tradicionales. Con una valoración hiper-optimista de su ‘revolución verde’ para la erradicación del hambre y la desnutrición en los países menos desarrollados, no consideró ningún análisis severo de las consecuencias económicas y sociales de su propuesta.

Su revolución, en cambio, afectó negativamente a casi todos los países pobres, no solucionó el hambre, y ha cambiado casi totalmente el proceso de producción y venta de los productos agrícolas, poniéndolo en manos de gigantescas empresas, desplazando a las comunidades productoras, eliminando semillas de valor milenario y contaminando el Planeta con agro-tóxicos.

El proceso recibió el nombre de “Revolución verde” no con su actual resonancia de sostenibilidad ambiental, sino en contraposición política con la “Revolución roja” bolchevique. Así la definía en 1968 el ex director de USAID, William Gaud: “Estos y otros desarrollos en el campo de la agricultura contienen los ingredientes de una nueva revolución. No es una violenta revolución roja como la de los soviéticos, ni es una revolución blanca como la del Sha de Irán. Yo la llamo la revolución verde”.

Queda clara la motivación política de la propuesta de Borlaug y la estrategia de USAID: otorgarle a EEUU y sus empresas el manejo del alimento mundial. Multiplicar las cosechas implicaba una serie de innovaciones: extender los cultivos; introducir nuevas especies de cereales altamente productivos; incorporar el empleo intensivo de pesticidas y fertilizantes e incrementar el uso de la irrigación.

La agricultura industrial entregó el manejo de los alimentos a grandes cerealeras y petroquímicas.

Es cierto que en términos de aumento de la producción, los resultados fueron espectaculares. La productividad de los cultivos de trigo en países en desarrollo se cuadruplicó entre 1960 y 2004. En arroz y maíz hubo incrementos similares.

Pero no todas las consecuencias fueron positivas. La “revolución verde” mostró rápidamente que requería de la implementación de condiciones que excluían a los pequeños y medianos agricultores, poniendo el negocio de los alimentos en manos de grandes cerealeras y corporaciones petroquímicas.

Había que disponer de maquinaria agrícola moderna y costosa; tener disponibilidad intensiva de transporte y una alta inversión en agroquímicos, biotecnología y sistemas de riego. A ello se agregó el patentamiento de las nuevas semillas y el dominio de la demanda y de los precios en el mercado global de cereales. El círculo se había cerrado.

LA GRAN ESTAFA

La revolución agrícola aparece atada a la producción de petróleo (maquinaria, transporte, agro-químicos). A ello se agrega la brutal dependencia tecnológica que establece sobre los productores (excesivo costo de las semillas patentadas, dominio de las tecnologías de fertilizantes y pesticidas; paulatina eliminación del mercado de los cultivos tradicionales –que mostraban mejor adaptación– y determinación final de los precios en el mercado global).

Si bien la agricultura industrial ha sido un factor importante para sostener la expansión demográfica, la ‘revolución verde’ no atendió además a la calidad nutricional, expandiendo variedades de cereales con proteínas de baja calidad y alto contenido en hidratos de carbono.

Estos cereales de alto rendimiento, que se han extendido y predominan en los cultivos de todo el mundo, tienen deficiencias de aminoácidos esenciales y un contenido inaceptable y desequilibrado de ácidos grasos esenciales en relación a otros factores de calidad nutricional.

El ‘sueño de terminar con el hambre’ concluyó en un empobrecimiento nutricional que incorporaron estos cereales a la dieta global, agravando la desnutrición y provocando una creciente proliferación de ciertas enfermedades crónicas, las llamadas “enfermedades de la civilización” (obesidad, diabetes, síndrome metabólico, osteoporosis, aterosclerosis, hipertensión arterial y otras cardiopatías, etc).

El impacto se ha multiplicado al incorporarse también al empobrecimiento de la calidad de los productos de origen animal, en tanto los animales son alimentados con esos mismos cereales.

Borlaug, acérrimo defensor de los transgénicos como continuidad de su ‘revolución verde’, no pudo tolerar las críticas y acusó al ambientalismo: “Si vivieran sólo un mes en medio de la miseria del mundo en desarrollo, como yo he hecho por cincuenta años, estarían clamando por tractores, fertilizantes y canales de riego”. Habría que preguntarle cuántos campesinos de Etiopía o México (donde probó los primeros pasos de su ‘revolución’) estaban en condiciones de comprar tractores, fertilizantes o canales de riego. Su ‘revolución’ sirvió para “regalarle” al sector petroquímico el manejo mundial de los cereales…

Como reiteradamente sostienen los defensores de una agricultura orgánica “todos los sistemas agrícolas que promueven la producción sana y segura de alimentos y fibras textiles desde el punto de vista ambiental, social y económico, parten de la fertilidad del suelo como base para una buena producción, respetando las exigencias y el medio ambiente en todos sus aspectos… reducen considerablemente las necesidades de aportes externos al no utilizar abonos, sustancias químicas, ni plaguicidas u otros productos de síntesis. En su lugar, permiten que sean las poderosas leyes de la naturaleza las que incrementen tanto los rendimientos como la resistencia de los cultivos”.

La agricultura industrial en cambio, significó una transformación intensa y perjudicial de nuestra relación con la tierra. En 2019, la explotación agrícola superaba los 49 millones de kms2 cuando en 1970 rondaba los 38 millones. Países como España, Francia o Alemania, la actividad agropecuaria no genera más del 3% del PIB, ocupa entre el 47% y 53% de su terreno en cultivos y pasturas, un fenómeno que se repite en casi todo el mundo occidental desarrollado.

Del 50% de la tierra habitable dedicada a la agricultura y ganadería, éste último sector ocupa el 77% (incluye las áreas de pastoreo y la tierra utilizada para cultivar la alimentación animal). Se trata de una magnitud desproporcionada ya que la carne sólo produce el 18% de las calorías mundiales y algo más de un tercio de las proteínas totales. Otro argumento para los veganos.

Por el contrario, los cultivos agrícolas generan el 83% de la ingesta calórica usando apenas el 23% de la superficie total, pero con las limitaciones de calidad nutricional que hemos señalado (proteínas de baja calidad y alto contenido en hidratos de carbono) acarreadas por la forma de producción de la ‘revolución verde’.

Esa ‘ocupación industrial’ del 50% de la tierra habitable, va reduciendo el espacio para bosques (37%) y pastizales (11%) mientras sus agro-tóxicos contaminan la cobertura de agua dulce (1%). El 1% restante, es ocupado por las áreas urbanas (ciudades, pueblos, aldeas, carreteras, etc).

Esa expansión de la frontera agropecuaria ha provocado un enorme impacto en el medio ambiente, transformando ecosistemas, contaminando y generando presiones sobre la biodiversidad. De hecho, la agro-ganadería figura como una amenaza para 24.000 de las 28.000 especies evaluadas en peligro de extinción.

La agro-ganadería es una amenaza para 24.000 de las 28.000 especies evaluadas en peligro de extinción.

Mientras la naturaleza sigue retrocediendo ante el empuje de una acción humana que no cesa de crecer de manera incontrolada, un nuevo estudio del Instituto Weizman (Israel) advierte que lo construido por el hombre suma igual masa de material artificial que lo que genera la naturaleza, es decir todos los organismos vivos del planeta.

Como hemos sostenido en Más Azul (Ver n° 1, oct. 2019 “Cambiar nuestra dieta” y n° 16, enero 2021 “Carne de laboratorio 4.0 para salvar el Planeta”) es necesario reducir los impactos con cambios en la dieta; sustitución de la carne por alternativas vegetales a través de avances tecnológicos y un mejoramiento de las técnicas de producción que congenie rendimientos de los cultivos con sostenibilidad y calidad nutricional. Esas son las recomendaciones y objetivos de Naciones Unidas, en los que científicos en todo el mundo están empeñados por lograr los mejores resultados.