Chile desatiende el impacto ambiental del ‘fast fashion’ e importa toneladas de desechos

07 nov 2021

El bellísimo desierto de Atacama es un territorio pleno de contradicciones, como si el destino lo premiara y condenara a la vez. Es el lugar del Planeta con mayor radiación solar (más de 7 kilovatios hora por m2), por tanto, el de mayor potencial de energía solar del mundo. Pero a la vez, el suelo no polar más árido de la Tierra.

El “desierto florido”, un maravilloso espectáculo de la naturaleza en la región más seca del Planeta.

Sus más de 105.000 km² han sido bendecidos con una enorme belleza natural y valiosas riquezas mineras. Esta eco-región de Chile posee minerales metálicos como cobre (Chile con 28 % de las reservas globales es el mayor productor mundial), hierro, oro y plata y además no metálicos, como litio, boro, nitrato de sodio y sales de potasio, entre otros.

Pero a la vez carece dramáticamente de agua. Registra una lluvia medible (de 1 mm o más) cada 15 a 40 años y ha tenido períodos de hasta 400 años sin lluvias en su zona central. Chile padece una gravísima sequía que ya lleva 12 años. El peor registro fue precisamente el de la Región de Atacama (más amplia que el desierto) donde solamente llovió un tercio de lo que llueve en un año normal.

En medio de tanta suerte contradictoria, el mundo y el gobierno chileno han decidido, con su desidia, convertirlo en un gigantesco basural. Hasta ahora la ley no obliga a los importadores de ropa y textiles a hacerse cargo de los residuos que generan y no han encontrado mejor lugar para arrojar su basura.

Chile es el primer importador de ropa usada en América Latina. La intención inicial era revenderla a otros países latinoamericanos y una parte comercializarla en el país, a partir de pequeñas tiendas a lo largo del territorio. La ropa llega a la zona franca del Puerto de Iquique, en el norte del país a 1.800 kms de Santiago, proveniente de Estados Unidos, Canadá, Europa y algunos países de Asia.

Una investigación periodística de AFP descubrió que unas 59.000 toneladas de ropa desechada llegan a ese Puerto chileno cada año. Funcionarios portuarios reconocen que esa ropa que llega de todo el mundo, no se alcanza a revender en América Latina y unas casi 40.000 toneladas terminan en los vertederos del desierto de Atacama.

Allí se está acumulando un colosal volumen de basura textil y ropa sin usar, que actualmente ocupa una gran extensión del desierto, que muestra el triste espectáculo de sus dunas cubiertas con montañas de textiles abandonados.

El triste espectáculo de las bellas dunas de Atacama convertidas en montañas de basura textil.

FAST FASHION

Es el resultado del fast fashion o moda rápida, un irracional modelo de producción y consumo, que con el argumento de hacer accesible la vestimenta a los consumidores, favorece un consumo desmedido y fugaz de ropa. Las grandes cadenas han pasado de las tradicionales cuatro temporadas anuales de moda a generar hasta 50 nuevas colecciones por año, lo que ha hecho crecer de manera exponencial los desechos textiles, lo que ha hecho crecer de manera exponencial la basura textil en el mundo, que en promedio tarda unos 200 años en desintegrarse.

Según un estudio de Naciones Unidas (2019) entre 2000 y 2014, la producción global de ropa se duplicó. Algo en lo que coincide la Fundación Ellen McArthur –una organización maestra en economía circular– cuyas cifras estiman que se duplicó entre 2004 y 2019. Se calcula que el consumidor en los países desarrollados y aún de ingreso medio, compra un 60% más de ropa en los últimos 15 años y el ritmo parece no disminuir (Ver Más Azul n° 8, mayo 2020, “Moda y medioambiente” y n° 18, marzo 2021, “Moda circular”).

Las consecuencias ambientales son manifiestas: la industria de la moda es extremadamente dañina para el medioambiente. La industria textil produce el 10% de las emisiones mundiales de CO2. Ello se debe al alto consumo de energía que cada año emplea en los procesos de producción, fabricación y transporte de millones de prendas.

Según la Agencia Internacional de la Energía, la producción textil emite anualmente el equivalente a 1,2 billones de toneladas de CO2, más que las que expulsaron a la atmósfera el transporte marítimo y la aviación internacional, juntos.

Es además responsable del 20% del desperdicio total de agua a nivel global (un par de jeans requiere 7.500 litros de agua).

Y su producción mundial de desechos es catastrófica: cada segundo se entierra o quema una cantidad de textiles equivalente a un camión de basura. Más de 92.000 toneladas de residuos textiles alimentan vertederos en todo el mundo, son incinerados o terminan contaminando el mar.

Según un estudio de la Universidad de Plymouth (Reino Unido), la ropa de poliéster y acrílico arroja miles de fibras plásticas tóxicas al ser lavada, transformándose en otra fuente de contaminación plástica que por los desagües, termina en ríos y océanos. Se calcula que la industria de la moda es responsable del 34,8% de los microplásticos presentes en el mar.

 

Menos del 1% del material empleado en fabricar ropa a nivel mundial se recicla en nuevas prendas y productos.

La ineficiencia del sector textil va más allá del derroche de agua y energía. Hace un gigantesco desperdicio de recursos materiales. Pese a valiosos esfuerzos de innovadores y emprendedores, menos de un 1% del material empleado en la fabricación de ropa a nivel mundial se recicla para confeccionar nuevas prendas u otros productos.

Ello implica una pérdida anual de más de 100.000 millones de dólares, una cifra equivalente a la promesa de aportes que los países desarrollados hicieron hace 10 años para contribuir a la lucha contra el cambio climático y que jamás cumplieron. El dinero estaba, pero se lo dilapidó, mientras los líderes mundiales miraban para otro lado.

En Occidente, bajo el mandato frenético del fast fashion, las mismas prendas que hoy se compran no permanecerán en los armarios mucho tiempo. El desenfreno del ritmo de producción es acompañado por un consumo igual de irracional, que desecha una prenda después de siete a diez veces de haberla usado, un ciclo casi un 40% más breve que hace quince o veinte años.

Son las conclusiones del informe “Una nueva economía textil: rediseñar el futuro de la moda”, donde Banco Mundial, la Fundación Ellen MacArthur y la Circular Fibres Initiative advierten a la industria textil que las actuales estrategias empresariales llevan a un derroche de recursos que se contraponen a los límites planetarios fijados en los Acuerdos de París.

Una vez más, se convoca desde los organismos a la ‘comprensión’ y ‘buena voluntad’ de quienes solo están interesados en sus ganancias, pese a los daños planetarios que provocan. Y si ese daño se logra verificarlo lo más lejos de sus ciudades y países, mejor.

Los ríos de todo Asia que cambian su color por los ácidos y tintes textiles, los slums que se ahogan en basura en las ciudades de todo África, Asia y América Latina, son la prueba de que la “convocatoria a comprender y mejorar” no es el camino. Los gobiernos en todo el mundo tienen un mandato irrenunciable –que no están cumpliendo– que es velar por el bien público y para eso tienen delegada por los ciudadanos, el uso de la fuerza.

La labor de los líderes mundiales no es apelar a la comprensión sino accionar con todo el peso de su capacidad regulatoria y sancionatoria, que constituye el motor de un Estado democrático de derecho.

Oigan la voz de los jóvenes que, una vez más, en la COP26 les exigen que dejen de dar nuevos plazos, hacer promesas sin compromisos concretos, alarmar a la población mundial con sus diagnósticos y aterrarla con su inacción

El desierto de Atacama, es un mudo testigo de tanto despropósito ambiental. Como un ejemplo remoto de las respuestas vacías de los responsables políticos, en Atacama para acallar las críticas, los municipios involucrados (Alto Hospicio e Iquique) envían sus camiones para intentar tapar con tierra parte de las prendas. Argumentan la necesidad de evitar incendios tóxicos por los químicos y sintéticos usados para su fabricación. La intención no es solucionar el problema sino “taparlo”, sin importar que los contaminantes que la ropa desprende (enterrada o en la superficie), viajen de todos modos hacia las frágiles napas de agua subterráneas del ecosistema del desierto.