La desmesurada e innecesaria demanda de proteína animal conlleva una intensificación desbocada de la agricultura y la ganadería, que es además causa principal del cambio climático

25 mar 2022

Ruth Toledano

Lo dijo hace décadas la escritora Marguerite Yourcenar: “Me niego a ingerir agonías”. La neuróloga y especialista en salud pública estadounidense Aysha Akhtar es contundente sobre la COVID-19: “Al criar animales angustiados y enfermos, nos dañamos a nosotros mismos. Detener el maltrato animal evitará futuras pandemias”.

Los animales sienten y padecen como nosotros. Tienen consciencia. Pero no es obvio para el resto del mundo.

A la gran Yourcenar se la miró hace décadas con la ceja levantada de la condescendencia: al fin y al cabo (aunque fuera la primera mujer que ocupó un sillón en la Academia Francesa de la Lengua; aunque su obra literaria fuera genial y hubiera marcado ya a unas cuantas generaciones), debió de ser considerada entonces poco más que una anciana sentimental retirada con otra mujer y una perra en una isla de Nueva Inglaterra, alimentando gatitos. Akhtar, sin embargo, trabaja en la Oficina de Contraterrorismo y Amenazas Emergentes de la Administración de Alimentos y Fármacos de Estados Unidos y es teniente comandante en el Cuerpo de Salud Pública de aquel país. Quizás a alguien así haya que empezar a escucharla si queremos saber qué impacto tiene en la salud humana el trato que damos a los animales no humanos.

La pandemia del COVID-19 ha sido una tragedia personal, social y económica. Una tragedia que podría ser evitada: la evidencia científica alerta desde hace años sobre la vinculación entre enfermedades como el ébola, el SARS, el virus de Zika y la gripe aviar con la industria de la explotación animal. Tres cuartas partes de las enfermedades infecciosas humanas emergentes proceden de otros animales y, si queremos prevenirlas, tenemos que revisar y transformar nuestra manera de relacionarnos con ellos.

“Del mismo modo”, afirma la doctora Akhtar, “que los humanos tenemos más probabilidades de enfermar cuando estamos estresados, debilitados o heridos, estos mismos factores también suprimen el sistema inmune en los animales, dejándolos extremadamente vulnerables. Como resultado, el comercio mundial de animales crea individuos muy enfermos, así como las condiciones ideales para que los patógenos se multipliquen y salten de un animal a otro, llegando finalmente a los humanos”.

A los virus les da igual si ese comercio es legal o ilegal: es cruel con los animales, perjudica a los ecosistemas y multiplica el riesgo de que los virus salten de una especie a otra. El especismo humano está detrás de la emergencia de enfermedades infecciosas zoonóticas. Y la COVID-19 es una de ellas.

La pandemia de SIDA provocada por el VIH comenzó en África por el consumo de extremidades de chimpancé, a los que el virus habría saltado a través del repositorio original del murciélago. Se cree que el SARS-COV-2 que ha provocado la COVID-19 ha saltado también a los humanos a través de un animal intermediario, posiblemente los cerdos confinados para su explotación en áreas cada vez más cercanas a los hábitats naturales de los murciélagos. En 2016 murieron 20.000 cerdos en una granja china contagiados por un coronavirus del murciélago.

La desmesurada e innecesaria demanda de proteína animal conlleva una intensificación desbocada de la agricultura y la ganadería, que es además causa principal del cambio climático. Esta demanda está también asociada a la explotación de especies silvestres, a la destrucción de las tierras y los hábitats naturales, y a un exceso de desplazamientos y transportes, que suponen un contacto más estrecho de los humanos con los vectores de enfermedad.

La gran mayoría de los animales involucrados en eventos zoonóticos históricos o en las zoonosis actuales son ganado y especies silvestres domesticadas, al producirse una tasa elevada de contacto entre especies. La gripe aviar que se convirtió en pandemia en Asia entre 2003 y 2006 solo anunciaba lo que podía ser una pandemia mayor, como finalmente ha resultado ser la del COVID-19. La propagación de aquel virus se frenó exterminando a toda la población aviar de la ciudad de Hong-Kong, más de un millón de individuos.

Podríamos tener la tentación de pensar que el grado de bienestar animal de los pollos en China es mucho menor que el de los pollos en España, pero basta con atender a las investigaciones de las organizaciones de defensa animal para comprender que es una falacia. A pesar del exterminio de ese millón de pollos en Hong Kong, el virus permaneció alojado en patos domésticos hasta que reapareció en 2003, se extendió por diversos países del sudeste asiático y llegó a cuatro continentes. Podríamos tener la tentación de pensar que el grado de bienestar animal de los patos en las granjas de China es mucho menor que el de los patos en las granjas de España, pero basta con atender a las mencionadas investigaciones de las organizaciones de defensa animal para darnos de bruces de nuevo con esa falacia.

La desmesurada e innecesaria demanda de proteína animal conlleva una intensificación desbocada.

El virus de la llamada gripe española acabó con la vida de decenas de miles de soldados durante la Primera Guerra Mundial debido a las condiciones de vida de los combatientes, rebozados en barro que se mezclaba con sangre, heces y orines. En condiciones semejantes de insalubridad viven los pollos, las vacas o los cerdos en las granjas. Si aquellos soldados tenían sus sistemas inmunes deprimidos por los horrores de la guerra, los millones de animales hacinados y enfermos tienen su sistema inmune deprimido además por el horror de la cautividad. Y no nos engañemos: por poner un ejemplo, el 77% de los huevos y la carne de pollo que se consume en Europa procede de gallinas confinadas.

El origen más probable de la mal llamada gripe española se sitúa en alguna granja de Kansas donde fue reclutado un soldado que trasladó al mundo el virus de la gripe aviar. Los granjeros de Kansas eran extremadamente pobres y vivían en estrecho contacto con los animales que criaban, en su mayoría cerdos que eran confinados en zulos mugrientos y que probablemente hicieron de intermediarios de virus contagiados por aves confinadas asimismo en minúsculos e inmundos corrales. Podríamos tener la tentación de pensar que aquellas miserables condiciones de las granjas de Kansas de principios del siglo XX o las condiciones de espanto e insalubridad de los soldados de la Primera Guerra Mundial han sido superadas un siglo después.

Para comprobar que no es así, basta atender a las imágenes que nos proporcionan los investigadores que se infiltran en las granjas actuales, las que proveen a las grandes marcas de la industria cárnica de productos derivados de las gallinas ponedoras, los pollos, los cerdos, los cochinillos, las vacas o los terneros con los que llenan los supermercados.

Cuando el 2 de julio de 2012, un prestigioso grupo internacional de los campos de la neurociencia cognitiva, la neurofarmacología, la neurofisiología y la neurociencia computacional hizo pública la Declaración de Cambridge sobre la Consciencia, el célebre Stephen Hawking declaró: “Es obvio para todos los científicos que estamos hoy aquí que los animales sienten y padecen como nosotros. Tienen consciencia. Pero no es obvio para el resto del mundo. No es algo obvio para la sociedad”.

Hawking estaba en lo cierto: la sociedad no ve como algo obvio el sufrimiento de los otros animales. Tampoco de las consecuencias para la salud humana de ese sufrimiento. En 1986 se dieron en Reino Unido los primeros casos de encefalopatía espongiforme bovina, una enfermedad degenerativa del sistema nervioso central que provoca la muerte de los animales infectados. En 1996 se detectó el primer caso en humanos que fue relacionado con esta enfermedad. Por los síntomas neurológicos que presentaba, se dio a conocer como ‘mal de las vacas locas’, aunque no parece extraño, viendo las condiciones en las que son explotadas las vacas y separadas de sus terneros, que cualquier individuo sintiente acabe loco ante tal experiencia.

Cuando hizo su aparición el SARS-COV-2, la comunidad científica llevaba ya décadas alertando del riesgo de nuevas enfermedades zoonóticas y de la posibilidad real y cercana de una nueva pandemia. Los intereses de un feroz capitalismo estaban propiciándolo. Los expertos han insistido en que para entender la peligrosidad de los virus en la actualidad hay que poner el foco en el sistema agroindustrial.

En Asia oriental y el Sudeste Asiático se producen al año unos 19 millones de toneladas de proteína animal. Europa occidental, América del Norte, América Latina y el Caribe tienen niveles de producción similares, entre 12 y 10 millones de toneladas de proteína animal. En Oriente Próximo y África del Norte, el África subsahariana, Europa oriental y Oceanía se producen alrededor de 4 millones de toneladas de proteína animal. Solo en los últimos 50 años, la producción de carne ha aumentado en un 260%, la de leche en un 90% y la de los huevos en un 340%.

Más allá de que esos millones de animales no humanos tengan su sistema inmune debilitado por la explotación y el maltrato, esta creciente demanda de alimentos de origen animal ha intensificado la industrialización de la ganadería, lo que provoca que haya un gran número de animales genéticamente similares, pues se crían para obtener mayores niveles de producción, como es el caso de los pollos broiler. El hacinamiento los hace aún más vulnerables a las infecciones. La cría industrial de cerdos, por ejemplo, promovió la transmisión de la gripe porcina debido a la falta de distanciamiento físico entre los animales. En las granjas españolas, como en las chinas o las de cualquier otro país del mundo, no existe la tan cacareada bioseguridad, las condiciones de vida de los animales son pésimas y sus desechos se gestionan mal. Para enmascarar estas malas prácticas, se suele suministrar antibióticos a los animales, que acaban desarrollando resistencia a los mismos y por tanto siguen siendo vulnerables a las enfermedades.

Desde 1940, las explotaciones ganaderas industriales se han asociado con más del 25% de todas las enfermedades infecciosas que han surgido en los seres humanos y con más de un 50% de las zoonóticas. El desarrollo de nuevas infraestructuras, muchas de ellas deficientes, carreteras en parajes naturales que transportan animales y virus, la contaminación de los acuíferos por los filtración de los purines de las granjas y los sistemas de riego, los mataderos y plantas de procesamiento de la carne son caldo de cultivo para la aparición de enfermedades zoonóticas. Además, alrededor de un tercio de las tierras agrícolas se utilizan para producir pienso para el ganado, lo que en algunos países está impulsando la deforestación, que conlleva cambios en los ecosistemas y por tanto contactos peligrosos entre especies.

Cabe señalar que la gripe aviar está llamando de nuevo a las puertas de nuestras granjas. En Italia ya se han sacrificado unos 15 millones de aves y los nuevos focos en España salpican toda la geografía. La manipulación genética de las aves y el hacinamiento en las granjas multiplican el contagio. Solo en Europa, este brote ha provocado, desde 2021, 780 nuevos focos en aves de corral y 1.225 en otras aves no de corral. Los expertos ya hablan de ‘zonas negras’ en España.

Toda forma de la relación especista con los otros animales es, además de inmoral, una zona en sí misma de riesgo zoonótico: los zoológicos y acuarios donde los animales viven deprimidos y enfermos por la cautividad. Los circos donde son maltratados y obligados a realizar acciones contrarias a su naturaleza. Los laboratorios de experimentación.

En lo que respecta a la industria alimenticia, para prevenir las enfermedades zoonóticas y las posibles pandemias futuras puede parecer necesaria una transformación urgente la regulación y vigilancia de los mercados alimenticios tradicionales y la persecución del tráfico de especies silvestres. Lo es. Sin embargo, lo que resulta imprescindible es iniciar el camino hacia lo que los expertos denominan ‘transición proteica’, y que se refiere a la necesidad de sustituir los alimentos de origen animal por los de origen vegetal. El enorme sufrimiento animal que evitaría la transición proteica favorecería la prevención de las enfermedades zoonóticas y reduciría por tanto el enorme sufrimiento humano que suponen las pandemias.

Aunque su mensaje haya sido tergiversado por los medios y dinamitado por los lobbies, el ministro de Consumo, Alberto Garzón, solo decía la verdad, en línea con lo que ya ha advertido la Organización Mundial de la Salud, cuando se refirió recientemente a la situación de los animales en el sistema de explotación actual y los peligros que el consumo de productos procedentes de esa situación supone para el bienestar humano.

Nuestra respuesta a la pandemia no debe ser solo sanitaria: porque es insuficiente y porque es inmoral. No se trata de disponer de más vacunas, de más respiradores, de más infraestructura médica. Se trata de revocar un sistema que enferma y mata a millones de animales, humanos y no humanos, y condena nuestra existencia a un riesgo constante, al privilegiar intereses comerciales y económicos frente a la salud y el respeto a la vida de todos los individuos que compartimos el planeta Tierra. Una sociedad evolucionada ha de negarse, como escribió en el siglo XX la escritora Marguerite Yourcenar, como insiste en el siglo XXI la neuróloga Aysha Akthar, a digerir agonías. Ni las de los otros animales. Ni las de nuestros propios muertos. 

Ruth González Toledano es una reconocida periodista y poeta española,

con una activa militancia en defensa de los derechos de los animales.

Licenciada en filología hispánica, ha sido columnista del diario El País en la edición Madrid

y es creadora y editora del blog antiespecista El caballo de Nietzsche, en eldiario.es,

donde ataca uno de las inconsistencias filosóficas del actual sistema mundial: el antropocentrismo.

Es la primera mujer nombrada Cronista de la Villa de Madrid desde enero de 2009,

 “por su compromiso cívico contra la intolerancia, por la igualdad de la mujer,

a favor del movimiento gay y en defensa de los animales”,

una distinción de carácter honorífico vitalicio que el Ayuntamiento de Madrid realiza desde 1923.

Su nombramiento concitó los votos de los dos grupos políticos mayoritarios.

El presente artículo fue publicado por Ruth en eldiario.es el 18 de febrero de 2022